Tiene el lamentable aspecto de un nadador o un corredor extenuado, y sin embargo ni se plantea detenerse. La criatura que contemplamos seguirá luchando hasta caer. No porque sea heroica, sino porque no concibe otra alternativa.
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El supermercado aún está abierto; no cerrará hasta medianoche. Emite una luz radiante que ofrece amparo contra la soledad y las tinieblas. Uno podría pasar horas allí, a salvo de la inseguridad, meditando acerca de la gran oferta de comestibles. ¡Santo cielo, cuántos hay! Tantas marcas en envases relucientes que nos prometen algo delicioso. Los artículos de las estanterías nos llaman a gritos: ¡llévame!, ¡llévame!; y la mera competencia de sus reclamos puede hacernos creer que se nos desea, incluso que se nos ama. Pero ¡cuidado!, porque de vuelta en tu solitaria habitación descubrirás que el halagador duende de la publicidad te ha tomado el pelo; que lo que queda no es sino cartón, celofán y comida, y la decepción te quita el apetito.
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La alternativa –es decir, volver a poner él mismo todas las cosas en su sitio– le parece uno de los trabajos de Hércules, pues ya ha caído sobre él la abrumadora desgana de la tristeza. La desgana que hace que uno se quede en la cama hasta ponerse enfermo.
[Acantilado. Traducción de María Belmonte]