La casa de los náufragos, de Guillermo Rosales

 

 

-Aquí estarás bien –dice mi tía.
La miro. Me mira duro. No hay piedad en sus ojos secos. Bajamos. La casa decía “boarding home”. Es una de esas casas que recogen la escoria de la vida. Seres de ojos vacíos, mejillas secas, bocas desdentadas, cuerpos sucios. Creo que sólo aquí, en los Estados Unidos, hay semejantes lugares. Se les conoce también con el nombre de homes, a secas. No son casas del gobierno. Son casas particulares que cualquiera puede abrir siempre que saque una licencia especial y pase un curso de paramédico.

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Salgo del cuarto tapándome la nariz. Voy hasta mi habitación y me tiro en la cama. Miro al techo azul, descascarado, cubierto de diminutas cucarachas. Éste es mi fin. Yo, William Ferguson, que leí a Proust completo cuando tenía quince años, a Joyce, a Miller, a Sartre, a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Albee, a Ionesco, a Beckett. Que viví veinte años dentro de una revolución siendo victimario, testigo, víctima. Bien.

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Ésta es, quizá, la zona más pobre del guetto cubano. Aquí vive gran parte de aquellos ciento cincuenta mil que llegaron a las costas de Miami en el último y espectacular éxodo de 1980. No han podido levantar cabeza aún, y puede vérseles a cualquier hora, sentados en las puertas de sus casas, vestidos con shorts, camisetas de colores y gorras de peloteros. Llevan gruesas cadenas de oro al cuello con esfinges de santos, indios y estrellas. Beben cerveza de lata. Arreglan sus autos semiderruidos y escuchan, durante horas, en sus radios portátiles, estruendosos rocks o exasperantes solos de tambores.



[Ediciones Siruela]

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