Las desapariciones, de Hilario J. Rodríguez

 

El 15 de febrero de 1894 un hombre resultó malherido tras la explosión de una bomba que él mismo transportaba, muy cerca del Ryal Observatory de Greenwich, a escasos metros del meridiano cero. Yo me enteré de todo esto en febrero o marzo, 112 años después, y casualmente estaba en Londres.
Leyendo el
Time Out, vi una fotografía de la antigua escuela Ragged de Newport Street, reconvertida en una galería de arte alternativo llamada Beaconsfield. En aquel momento exhibían una instalación, Greenwich Grado Cero, de Rod Dickinson y Tom McCarthy, el primero un artista multimedia y el segundo un escritor. Aunque no los conocía, me pareció interesante lo que se contaba sobre la obra en el Time Out y decidí ir a verla.
El moribundo a quien se encontró después de la explosión de 1894 era un anarquista francés de nombre Martial Bourdin. Le faltaban las dos piernas y un brazo, y tenía el rostro desfigurado, pero llevaba en uno de sus bolsillos documentos que lo identificaban. No pudo hacer ninguna declaración porque murió camino del hospital, sin haber recuperado el conocimiento.

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A Henry Darger, sin embargo, no hace falta que lo presente. Su muerte nos invita a ser detectives desde principios de junio de 1973, cuando su casero –al enterarse de su muerte en un asilo donde había ingresado voluntariamente– entró en el apartamento que había ocupado durante cuarenta y tres años, en el segundo piso del 851 de Webster Avenue en Chicago. Yo viví muy cerca entre 2000 y 2002, e iba allí en mis días libres. Me quedaba media hora frente al edificio, mirando hacia las ventanas del segundo piso y preguntándome cuáles serían las de su apartamento, mientras mi imaginación iba agotándose poco a poco, hasta llegar a esa región impenetrable donde no conviene adentrarse. Luego seguía mi camino, siempre en dirección a cualquier parte, pendiente de los detalles más minúsculos y triviales, como si huyese de mis pensamientos.

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Nuestro diálogo con el mundo lo regula el clima, quizás también nuestro diálogo con la historia. Por supuesto, no es un diálogo fácil. Resulta imposible establecer una continuidad lógica, progresiva, ni tan siquiera cronológica, porque lo que ahora parece avanzar, de pronto se disloca, se fractura, se rompe, se para. Sabemos que el viento nos habla pero no sabemos qué nos dice. Tampoco la lluvia. Ni el sol. Y mucho menos las estrellas.

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Yo conocía la fotografía mucho antes de saber de quién era y sin haber siquiera sospechado que pudiera ser japonesa. Al verla, pensaba en Rusia y en un relato de Nikolai Leskov o Leonid Andréyev, sobre gente caminando con esfuerzo para atravesar una narración. Por supuesto, cuando descubrí a su autor, me vi en la obligación de comenzar yo mismo un viaje, entre la Rusia de mis fantasías y el Japón real de la imagen. No iba a ser fácil, claro. Si me extraviaba en mitad de una tormenta de nieve, con el papel en blanco exigiéndome palabras, jamás podría regresar porque mis ellas desaparecerían en una larga oración subordinada, de modo que ya solo podría seguir hacia delante, si saber si llegaría a mi destino, evitando los precipicios y los anacolutos, la espesura de los bosques y el ritmo endiablado del fraseo antes de llegar a la punta del lápiz, mientras una idea ya se disipa en el cerebro y aún no ha cobrado forma en el papel. Como el miedo no era negociable, me dije a mí mismo que en los caminos –y en la escritura– suelen producirse encuentros con personas o criaturas bien educadas y no tanto, capaces de darte información, consuelo, alimento o un buen empujón. También me dije, porque lo había leído en
Alicia en el País de las Maravillas, que si caminas lo suficiente siempre llegas a algún sitio.   



[Newcastle Ediciones]

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