Trilogía de la guerra, de Agustín Fernández Mallo


Después me quedaba dormido intentando ver los cuatro puntos que años atrás flotaban en mis pupilas al cerrar los ojos; buscar compañía antes de caer en el sueño, pero nada. Y entonces, con intención de variar mis rutinas, a las cuales atribuí el origen de toda aquella inquietud, decidí actuar no sobre esas rutinas sino sobre algo mucho más radical: el propio tiempo que las contiene.

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En los viajes nocturnos hay que tratar de ver las cosas antes de llegar a ellas; cuando las tienes encima, la luz de los faros ya está en otro lugar. Esa anticipación también rige en la vida, me dije, siendo así ésta un viaje nocturno hasta que en la muerte desembocas a la luz del día.

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"Somos nuestro pasado muerto, somos todos los ataúdes que nos han precedido", así me lo había dicho él una tarde de primavera, a la edad de nueve años, en la cocina del rancho, mientras con su mano izquierda jugueteaba con su llavero, rectángulo de abeto de las mismas dimensiones que un billete de dólar; recuerdo que afuera una vaca bebía agua de un regato recién llegado del deshielo, y como si se burlara de las palabras de mi padre se pasaba la lengua por el hocico y después mugía.

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Benny, además de perder la camisa, perdió los cien dólares que le cobró el cabrón aquel, ya que los escombros de cenizas seguían pitando. Como si el alma de las cosas, incluso siendo ya cenizas y basura, nunca se desvaneciera.

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Tengo el convencimiento de que cuando alguien desaparece de nuestras vidas, ya sea por muerte o simple abandono, lo sustituimos por alguna parte de nuestro cuerpo, órgano que inmediatamente pasa a ser la persona desaparecida.

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Ocurre que la realidad es eminentemente desordenada, nunca percibimos las cosas en su correcta secuencia temporal, por eso cuando hablamos o escribimos tampoco nos atenemos al orden cronológico. La vida es un accidente de aviación elevado a la enésima potencia, la vida es una gran catástrofe, el accidente definitivo, y con tal desorden la narramos.

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A los vivos los ves pasar y quizá nunca vuelvas a verlos, pero un muerto se queda, su presencia se adhiere a tu piel como lo hace este olor a mantequilla que impregna todas las cosas en esta costa francesa.


[Seix Barral]

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