Isabel Bono: Me muero.
Bartleby Editores, 2021. Prólogo de Juan Marqués.
De-to-na-ción. Los títulos de Me muero siguen fielmente el alfabeto con excepción de la b, j, k, o, w, z. Podríamos agitar todas las letras en un cubilete y lanzarlas por los aires de la fatalidad. Podríamos rodar por un desagüe, sellar heridas con fuego, expulsar agua sucia. Podríamos tomar un vaso de leche y «volar con una piedra atada al cuello». O también podríamos no hacer nada, solo morir, mientras contemplamos
pájaros, árboles, grúas, trenes, charcos, palmeras, insomnios, ciudades, insectos.
«Yo creía que el dolor / alimentaba / y que siempre me sabría a poco».
Todo se pierde y se gasta. Y de ahí la prisa, el temor, las preguntas. Porque: «¿y si no hay dolor? / ¿y si no hay siquiera dolor?».
En la poesía de Bono nada es irreconciliable, ni permanece intacto, ni se presenta entero. De su viaje interior se sale contrahecha pero ella, en contradicción aparente —prueba de que no se engaña, de que VE—, no se desprende de la luz.
«Estamos aquí para nadie / pero estamos aquí y estamos vivos / con las noches contadas / con un amanecer tras otro / custodiado por pájaros muy negros».
El amor, como en Pan comido, es un chubasco intermitente, un respiro que esclarece o embetuna —siempre a ratos— el borrón de la existencia.
«Llegó el momento de quebrarse / de dejar de aparentar que el dolor / no nos abrió las costuras de la piel».
El prólogo advierte de que «en la casa de la buena literatura siempre hay una chimenea encendida, pero en la casa de la poesía siempre ha de haber, además, un pozo».
Me muero es ese pozo oscuro irradiando agua imperfecta.