Morriña, de Colin Barrett

 

 

Morriña es el segundo libro de Colin Barrett tras el memorable Glanbeigh, que ya recomendamos aquí antaño. 8 relatos, con edición de Sajalín y traducción de Ana Crespo, sobre parias irlandeses: un catálogo de hermanos pendencieros con mala reputación, chavales que toman caminos equivocados y reinciden en la delincuencia, amigas que asisten a un funeral o jóvenes salidos del hospital mientras tratan de recuperarse de una depresión como en el titulado “Quienquiera que seas, adelante”, en el que asistimos a este diálogo:

-Quiero decirte una cosa –suspiró Murt.
-Dime.
-Estar deprimido es como estar en un sueño. De hecho, tienes la sospecha de que todos los que te rodean también están deprimidos, pero no lo saben. O peor, sospechas que son aspectos de ti, manifestaciones.
-No te sigo –admitió Eileen.
-Cullen, por ejemplo –siguió Murt–. Justo esta mañana me he acordado del instituto, de lo desagradable que podía llegar a ser, y eso que no era más que una insignificante salpicadura de lefa. He pensado en lo merecido de las hostias que recibí y en Cullen, uno de los muchos chavales que me las pegaron. Y ahora me lo encuentro aquí. ¿Qué es Cullen, entonces, sino una manifestación?


Mi favorito del lote, sin embargo, se aparta de Irlanda para adentrarnos en Canadá mediante una historia que mezcla pandemia, perros, escritores y un padre enfermo. En apenas unas pinceladas el autor nos lleva a ese tiempo gris de mascarillas y restricciones en “Un zumbido bajo y persistente”:

El coche reanudó la marcha.
Advertí que la cafetería del otro lado de la calle estaba abierta, aunque había una mesa arrimada a la puerta, como una barricada. Un único empleado, con mascarilla, miraba distraídamente el móvil en aquella sala lúgubre y vacía.
No había nadie más alrededor, ningún coche en la calle.
Estábamos a finales de mayo, eran los últimos días de una primavera lluviosa marcada por la niebla. Y aunque las restricciones más severas del confinamiento se habían suavizado y la gente podía salir de casa cuando quisiera, la ciudad tenía a todas horas el mismo aire estancado y provisional, plomizo y fantasmal, que una mañana de Año Nuevo.

Algo que llama la atención es que todos los relatos quedan abiertos. Son finales ambiguos, como si una cámara estuviera enfocando sólo un pedazo de las vidas de unas cuantas personas en apuros y se apagase de repente, sin dejarnos ver qué les ocurrirá después. Pero el arte de Barrett consiste en que ya nos ha contado lo suficiente en las páginas previas a esos finales para que sepamos lo justo de los personajes y podamos imaginar (o no) qué ocurre al final de esas vidas suspendidas en la narración. Otro de esos libros que provocan adicción: como todos los que publica Sajalín.   



[Sajalín Editores. Traducción de Ana Crespo]


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