Como un cielo en nosotros, de Jakuta Alikavazovic

 

 

Este libro breve (apenas 100 páginas) y fascinante forma parte de una colección francesa titulada “Ma Nuit au Musée” (es decir, “Mi noche en el museo”), donde hombres y mujeres enfocan su texto en torno a la experiencia de pasar una jornada nocturna en un museo de su elección. Jakuta Alikavazovic eligió el Louvre y preside su texto con una cita de David Markson de La amante de Wittgenstein, lo que nos indica de entrada buen gusto e inquietud por lo anómalo (me entenderán quienes hayan leído esa novela).

La noche sin dormir en aquel lugar, rodeada de cariátides y de pinturas célebres, da pie a reflexiones y servirá a la autora para indagar en lo artístico pero también en la relación con su padre, un hombre amante de los museos y oriundo de Yugoslavia que solía hacerle esta pregunta: “¿Y tú cómo te las ingeniarías para robar La Gioconda?”, y esto permite a la autora hablar de robos de cuadros célebres, de espectadores de huecos donde estuvieron las pinturas robadas, de esculturas clásicas y de artistas como Robert Smithson. Un libro para tratar de comprender el arte y a su padre y a sí misma. Unos extractos:  

La noche del 7 al 8 de marzo de 2020 la pasé sola en el Louvre. Sola y, al mismo tiempo, de todo menos sola.
En la sección de Antigüedades. En la sala de las Cariátides. Eso sí, a lo largo de la noche tuve que mover de sitio la cama plegable que había llevado, pues los lugares tienen alma, los lugares tienen vida, sobre todo a oscuras, y ocurre que precisamente los más visitados, los más recorridos, una vez vacíos, se despliegan y se vengan, a su manera, ahuyentando a quienes tienen la osadía de demorarse en ellos.
O tal vez esos lugares perciban que no tenemos la conciencia del todo tranquila. Que no tenemos el corazón del todo tranquilo.  

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Me preguntó si era
la escritora, y esa pregunta todavía despierta en mí cierto orgullo, un orgullo del que me avergüenzo al instante, pues, aunque no siempre sabemos a ciencia cierta quién escribe en nuestro fuero interno, sí sabemos –al menos yo lo sé– quién se avergüenza. Solo una parte de nosotros puede escribir, solo una parte de nosotros puede estar orgullosa, pero la vergüenza la experimenta todo nuestro ser. La vergüenza nos une mucho más que cualquier otra cosa.  

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Y era fácil ser infantil con mi padre. Todos los niños lo adoraban, pues era paciente, alegre y sabía cómo hablarles. Pero en realidad no era una cuestión de habla ni de lenguaje. Más bien sabía amoldarse al tiempo de los niños, el tiempo de la infancia, tan rico, tan lento, un tiempo tan largo que aún no sabemos exactamente qué es el tiempo: nos movemos por él igual que surcamos el aire que respiramos, sin la menor intuición de que algún día pueda abarcarse. Al comprender esa temporalidad única que la mayoría de nosotros perdemos más adelante, mi padre comprendía las alegrías y las tragedias, las acogía, las respetaba. Se ponía a la altura de los niños. Literalmente, por lo que a mí respecta. Cuando, rondando los cuarenta años, tuvo que operarse de los meniscos, culpó de su desgaste a la velocidad con la que solía correr antaño, a sus carreras desenfrenadas, a menudo descalzo por las carreteras de un país que yo apenas conozco. En cambio, a mí enseguida me vinieron a la mente los días que pasaba a mi lado. De rodillas. A mi altura. ¿Fue su infancia o fue la mía la que dañó los delicados y frágiles discos de sus rodillas?

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Los museos nos han acostumbrado a la idea de que las obras de arte se han hecho para que las veamos. Que están hechas para la luz, para las miradas. Nuestra pasión por lo visible se ha convertido en una pasión por la visibilidad. Las pantallas –esas pantallas miniaturizadas hasta el punto de caber en nuestros bolsillos, en nuestras manos– han hecho por nuestros cuerpos y nuestras caras lo mismo que los museos han hecho por las obras de arte. Los hombres que, como mi padre, tienen secretos y los guardan casi parecen pertenecer a otro mundo. Es otra forma –temporal, moral, más que geográfica–de ser extranjero. Extranjero en una época en la que nuestro gusto por la exposición se ha desplazado hacia el exhibicionismo.




[Muñeca Infinita. Traducción de Vanesa García Cazorla]   

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