Diálogo con mi sombra, de Pedro Juan Gutiérrez

 

 

En esa época surgió una idea fija dentro de mí: la literatura es algo sagrado. No es entretenimiento. No puede ser frívola. No se puede mancillar con tonterías. La literatura es el súmum del pensamiento, del arte, de la expresión humana.

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Un escritor verdadero, y creo que cualquier artista, tiene muchas preguntas y ninguna respuesta. Es así. Estás siempre lleno de dudas, de interrogantes, abrumado por lo que no sabes. Y cuesta mucho encontrar algunas respuestas para tranquilizar un poco el espíritu. Cuesta. Es un proceso doloroso, interminable, porque las preguntas y las dudas siguen brotando siempre, como un manantial incesante que jamás se agota.

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Un escritor nunca es un tipo respetuoso. Todo lo contrario. Eres alguien que trabaja con la realidad pero disfrazando, maquillando, exagerando, embelleciendo o empeorando esa realidad. No obstante, hay una línea, una frontera muy sutil. Cuando pones un pie al otro lado de esa frontera, hay algo que se dispara dentro de ti. Una alarma, una alerta que te dice:
Stop, my friend. No sigas más allá porque el costo va a ser grande para ti. No violes tu propia frontera porque te vas a buscar muchos problemas. Y así y todo lo haces y pasas la frontera y entras en el territorio de los locos, de la demencia.

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Desde que leí
Desayuno en Tiffany’s, me propuse escribir de ese modo, que no pareciera literatura. Que no se vieran las costuras del relato. Que todo parezca fluir de un modo espontáneo. Como si fuera alguien contando una historia oral, como sucedía por las noches en casa de mi abuela en el campo. Ese es siempre mi propósito.

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Soy minimalista y espartano. Y claro, eso lo llevo a lo que escribo. Así que me molesta el barroquismo. En esta época tan vertiginosa, tan cambiante, tan dinámica, me parece que debemos ser más ligeros. Decirlo todo. No dejar nada por decir. Pero hacerlo de un modo funcional y efectivo.

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Se ha perdido la capacidad de riesgo, la capacidad de asumir la literatura como un juego. No. Los editores no quieren arriesgar con un autor un poco “extraño”. Quieren ir al negocio seguro, con autores convencionales que no le compliquen la existencia al lector. Continuamente hablo con escritores que se quejan de esa censura que ejercen los editores grandes y medianos.

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El arte y la literatura, la ciencia, las disciplinas de humanidades, tienen que estar mucho más allá de las convenciones religiosas, sociales, políticas. Mucho más allá. Libertad de expresión total. El escritor que obedece todas esas leyes inventadas por otros solo está haciendo el juego a los mecanismos de control y represión. Actúa con miedo. O con interés mercantil. Quiere publicar en las editoriales más grandes, que pagan bastante y que son las más represivas y controladoras porque están muy atadas de manos con su ambición mercantil. Entonces ese escritor ya se queda a medias. Se autocensura. No se atreve.

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Algo decisivo en este proceso de erosión es internet y esa costumbre, que se incrementa continuamente, de leer solo textos pequeños, breves, muy rápido. Los jóvenes que están muy metidos en todo eso pierden capacidad de concentración para leer un libro, para leer textos largos. Dentro de diez o quince años ya será muy evidente que poca gente pueda leer libros, o dedicarse a tareas de larga concentración.

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El concepto de no quejarse es fundamental. Cuando te lamentas abres las puertas al fracaso, a la derrota.

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Nadie se imagina la fortaleza mental y espiritual que necesita un escritor para seguir adelante. Es un oficio tan solitario y tan individual que siempre estás al borde del abismo.

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La literatura siempre se refiere a gente desordenada, con sus vidas trastornadas por algún hecho específico o una situación, o una sucesión de hechos deplorables. Solo así se crea el conflicto y el antagonismo imprescindibles para hacer avanzar un relato.

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Creo que durante las últimas décadas se ha producido un exceso de literatura comercial. Literatura muy mala, de entretenimiento, que se ha vendido como churros. Y eso condiciona un gusto en los lectores. Un mal gusto. Y también condiciona a una enorme cantidad de escritores que se meten dentro de esa corriente comercial y no se atreven a escribir a fondo ni a experimentar ni a arriesgar. Tienen miedo a quedar fuera de los medios, a perder dinero, a salir de lo que ahora se llama mainstream. Ha sucedido lo mismo en el cine, en la música, en todo.

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Sigo escribiendo siempre, pero no tengo prisa en publicar. Ahora pienso un poco más antes de entregar al editor. Los tiempos de la locura ya pasaron. Hay que hacer como Juan Rulfo y Sabato. Escribir solo lo absolutamente imprescindible, lo que sale de las entrañas. No más. Resistir al vicio de escribir. No aburrir a los lectores con tonterías. No molestar. No llamar la atención. Resistirse al vicio de la escritura. No añadir más confusión al caos en que vivimos. Guardar silencio.
Claro, esto va completamente a la contra del espíritu de la época, que es un espíritu mercantil. Entonces cuando pasan dos o tres años y no publicas un libro y no sales en los medios, y no escribes chistecitos simpáticos en un blog, se supone que el público se olvidó de ti. Y todos se inquietan: ¿qué pasa contigo? ¿No vas a escribir más? ¿Eres un escritor acabado? ¿Estás bloqueado? Y no saben qué pensar. No entienden. No puedes estar escondido y tranquilo en la trastienda. No. Tienes que estar siempre en el mostrador, dando la cara a los clientes. Que te vean sonriente y saludable, diciendo cosas inteligentes y agudas, haciendo el payasito, vendiendo. Así que detesto esa actitud. Disfruto el silencio y la soledad. Trato de viajar lo menos posible y de cultivar la paz y el sosiego. Intuitivamente sé que escribiré unos cuantos libros más. De hecho, estoy en eso. Pero sin prisas.



[Anagrama]


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