De “Barojiana”:
A mí me parece que conocí a Baroja en el otoño del año 1946, en su casa de la calle Alarcón. Yo tenía diecinueve años y me preparaba para el ingreso en la Escuela de Caminos; mi hermano, aburrido de este país, se había ido a estudiar a la Sorbona con una beca del Gobierno francés, unos pocos meses antes de que Bidault, obedeciendo al mandato de la Constituyente, cerrara la frontera para, de consuno con la resolución de la ONU condenando el régimen español, dejarnos a todos en el más escuálido y desamparado aislamiento.
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Se ha hablado tanto de los trágicos años del hambre que con frecuencia se olvidan los años del frío, mucho más largos que aquellos. Y aunque parezca exagerado, estimo que, en nuestro clima al menos, la lucha contra el frío resulta, por menos perentoria, más difícil y larga de resolver que aquella contra el hambre, y creo que por lo mismo que existe todavía gente razonablemente alimentada que padece frío, apenas debe haber quien estando bien calentado pase hambre.
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Entre sus veinte y sus cincuenta años un hombre dedicado a la creación no puede desentenderse y desdeñar lo que está ebulliendo a su alrededor, a menos que cuente con el aplomo y la seguridad en sí mismo como para levantar su propio edificio en un terreno aislado, inmune a las sacudidas que se producen en su entorno.
De “Caneja, Juan Manuel”:
Los amigos habían militado en la causa republicana y la mayoría de ellos habían vivido la guerra en Madrid; estaban todos entre los treinta y cincuenta años a excepción del último advenedizo –que era yo–, que no había cumplido los veinte. Todos estaban derrotados, y con muy poco trabajo, así que su humor era excelente; era una época en que España –es decir, los amigos– era ideológicamente una Arcadia.
De “El Madrid de Eloy”:
La sociedad –repito– no tiene en muchos campos criterio ni medida para distinguir y separar la ganga de la mena. Repara en lo que más le apetece y acomoda y se olvida de las apreciaciones futuras porque para algo está en el presente. Si se atreve a futurizar, lo más probable es que se equivoque, y la mayoría de sus inmortales muere antes de bajar a la tumba.
De “Luis Martín-Santos, un memento”:
Durante su estancia en Madrid a lo largo de seis o siete años, Luis Martín-Santos residió en una pensión de la calle del Barquillo, número 22, esquina a la calle Prim, un inmueble contiguo al teatro Infanta Isabel que, dedicado en aquellos años a las comedias de Adolfo Torrado, Leandro Navarro y, posteriormente, Alfonso Paso, no honramos nunca con nuestra presencia.
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Estaba tan precozmente acostumbrado a conseguir lo que se proponía, estaba tan firme y severamente convencido de la capacidad de sus recursos, que sólo podía atribuir a un fallo no imputable a sí mismo el retraso o el error en la consecución de sus objetivos.
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La novela es como una novela a la antigua, con un único argumento diacrónico, y el mejor procedimiento que el individuo ensaya para modernizarla, por así decirlo, consiste en desecharla como tal y aprovecharla para una serie de cuentos, con un único personaje central.
[DeBolsillo]