UNA MONTAÑA por HAROLD ALVA



Pienso en una montaña, en la lluvia cayendo sobre las hojas de los cedros, en el olor a tierra mojada; pienso en la fuga de los pájaros, en el crujido de las ramas, en la música de un colibrí tocando la textura de exóticas cucardas y me pregunto si acaso esa visión tiene algo que ver con la imposibilidad de un hombre que sabe que en la urbe lo han sitiado las comas y los puntos aparte, el lugar común de precipitarse en lo inentendible o en la enérgica certeza de reducir su ansiedad a un manojo de palabras. Pienso en una montaña, en un río cruzándola con la pericia de un reptil, de una mano que pretende capturar una emoción inacabable, y de pronto diciembre con su complejo de finales, el número 21 levantándonos los brazos como quien nos dice que no lo dejemos ir, que lo sigamos escribiendo: la tarde frente al sol, despintándolo, y la serenidad de un puente al acecho de las últimas metáforas. Pienso en una montaña, en los kilómetros que debo derrotar para tocar su río, las pircas de sus laderas, la urdimbre de su fauna, el suelo que alfombran los helechos, el rugido de un puma quebrándole las alas. Yo aprendí a escribir al centro de una montaña, por eso ahora que los años pretenden desnaturalizar mi ansiedad y Lima se impone con su estética de vacío que ha ido desapareciendo en las tabernas, retorno el corazón a su vieja entraña, me aferro a la forma de un poema, a su estructura de reto, de navío; y vuelvo los ojos al silencio de sus hiatos, a la ternura de sus sinalefas, a su virtud de caza que salvaje se clava como el hacha al tallo infame de un árbol que ha perdido la cabeza. Pienso en la realidad de una montaña, en su posibilidad también.

Harold Alva


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