Hemos llegado a una encrucijada, hemos abandonado la supuesta normalidad, los acontecimientos han sufrido un brusco cambio. En este momento, nuestra tarea –la de quienes no estamos enfermos, no trabajamos en primera línea frente al virus, tenemos un techo sobre nuestras cabezas y no atravesamos grandes dificultades económicas– es tratar de entender el momento: qué se exige de nosotros, qué posibilidades se han abierto.
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Los desastres (término que etimológicamente significa “desventura”, estar “bajo un mal signo”) transforman a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia, cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera ese “nosotros” es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.
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Las cosas ya no son lo que eran. Las élites y las autoridades suelen temer las transformaciones del desastre y auguran que los cambios traerán caos y destrucción; que, como mínimo, minarán los cimientos de su poder. En tales momentos, es normal que haya luchas de poder, de las cuales pueden resultar verdaderos cambios políticos o sociales, a menudo en consonancia con una nueva visión del individuo y la sociedad. Las élites tienden a pensar que, si ellas no tienen el control, la situación se descontrola, y ese temor las lleva a tomar medidas represivas, que se convierten en desastres secundarios. En cambio, mucha otra gente, gente que no tiene ideas radicales, no cree en la revolución y no desea cambios sociales profundos, al menos conscientemente, se ve inmersa en un mundo transformado, en una vida que no podría haber imaginado. Y la disfruta.
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Muchos creen que, en el desastre, las personas nos convertimos en algo diferente a lo que somos –seres desamparados, o brutales e inclementes, según los principales mitos– y hasta hay quien piensa que esa es nuestra auténtica naturaleza, revelada al derrumbarse la superestructura de la sociedad. Pero la mayor parte del tiempo seguimos siendo quienes somos, libres de actuar, normalmente, a partir de lo mejor que llevamos dentro, no de lo peor. Tras las rutinas y los hábitos del día hay más belleza que brutalidad.
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Las experiencias cercanas a la muerte y los encuentros con la propia mortalidad suelen resultar esclarecedoras, nos sirven de herramientas para despojarnos de lo accesorio y aferrarnos a la esencia de la vida, a los propósitos fundamentales. Es la misma gratitud que encontramos tras una larga enfermedad o un accidente, la misma revigorización de los apetitos.
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Los voluntarios son la prueba de que no hace falta vivir un desastre en las propias carnes para dar rienda suelta al altruismo, la ayuda mutua y la capacidad de improvisar una respuesta. Muchos de ellos procedían de subculturas repartidas por todo Estados Unidos y el resto del mundo, subculturas que eran una especie de comunidades del desastre latentes, ya fueran Iglesias conservadoras o grupos contraculturales. En ellas, las personas se agrupan para formar la sociedad civil; se sienten conectadas y creen que el cambio es posible, que cabe esperar una tierra mejor. Y actúan a partir de esa creencia. Ellos nos recuerdan que, si bien los desastres pueden ser el vehículo para sacar a la luz esas cualidades, ellos no las generan. Las virtudes se construyen a partir de las creencias, los compromisos y las comunidades, no del clima, la sismología o las bombas. Algunos de estos grupos luchan explícitamente por otro tipo de sociedad; otros se contentan con reparar y revitalizar la existente.
[Capitán Swing. Traducción de David Muñoz Mateos]