I. Bono: Diario del asco


Vomitar miedo

 

«La psiquiatra me recomendó que escribiera una especie de diario y eso he hecho, escribir este Diario del asco, más por entretener las manos que la cabeza».

 

Habla Mateo (separado, cincuenta y un años, habitante insustancial de una ciudad del sur de España), aunque esta obra haya sido vomitada por Isabel Bono (Málaga, 1964). Bono es autora de una larga lista de libros de poesía, de la novela Una casa en Bleturge (Premio Café Gijón 2016) y, recientemente, de este Diario del asco.

 

Asco. Aversión. Rechazo. Tedio. Hastío. Desapego. Repugnancia. Una a que suena a grito. Una ese que te asfixia. Una /k/ que te deporta al hoyo de la o, situado a varios metros de uno mismo.

 

Ese uno mismo —el ceniciento protagonista— se mueve a trompicones sin motivos para seguir vivo. ¿Por qué? Por lo ya insinuado entre estas líneas: a su alrededor, todo es un ASCO.

 

Madre muerta, padre enfermo, novia muerta, hermano extraviado. La novela comienza con un índice alentador: ‘Cero, Uno, Dos, Cero’. Entramos y salimos con algo próximo al vacío que bordea el libro. «Quien venga buscando un bonito relato sobre el amor filial que se largue». Exacto.

 

La extrañeza de los hechos y su narcótica realidad. El desánimo generalizado, esa pesadez que tira de nosotros como una ley física. La heredada indiferencia familiar, con su falta de impulso y su desprecio al placer, que tan maltrechos deja a los hijos. Se vomita miedo, desventura, soledad. Se vomitan estrecheces y renuncias. El sentido se busca demasiado tarde. «La vida, un incordio más».

 

La voz y el tono avanzan sin sobresaltos, arrastrando el hartazgo y abandono del protagonista. Si los datos son hechos medidos, los acontecimientos de este Diario del asco se reparten con el tacto suficiente para no saturar de sinsabores al lector. El texto abunda en preguntas que extiende como prendas al aire. Vivir despiertos lastima; una de las funciones del asco, puede ser, precisamente, alejarnos de lo que nos hiere.

 

En ese horno de enfermedades que es la familia, con el espíritu arruinado, Mateo se refugia en el suicidio. Concomido por la culpa y la sensación de encontrarse siempre en el lugar equivocado, no se decide. No saber elegir es en parte desconocer quién se es, una disfunción del deseo que se amplifica frente a los otros. «¿Por qué nos cuesta tanto admitir que hay personas a las que, a pesar de haber disfrutado de la vida, no les compensa y preferirían no haber nacido?».

 

Bono no evita sumergirse en la poesía, que se inmiscuye en esta historia como una actora más. Conviene, en determinados momentos, oprimir el texto entre el paladar y la lengua. Sentir la náusea, los fantasmas, el nihilismo. Borrar todas nuestras direcciones y proyectos. Y, a continuación, tragar con fuerza.

 

En su ensayo Sobre la locura, Fernando Colina dice que «una vida sin una muerte en el horizonte no es vividera». Los mundos de Isabel Bono perturban, no se conforman con recrear una costa cálida. Quizá morirse de asco sea la única manera de largarse sin espanto ni parafernalias. La cuestión de por qué seguimos en pie sigue pidiendo respuestas convincentes, lejanas por el momento.

 

Poco claras quedan ciertas repeticiones (páginas cincuenta y ciento cincuenta y uno, ciento cuarenta y siete, ciento noventa y siete…). ¿Son despistes? ¿Aparecen aposta? Extraña se antoja también la irrupción de Micaela, vecina adolescente cuyo papel se muestra crucial para el relato aunque nos deje dubitativos su verdadero peso.

 

Coincidí con Bono en el umbral de la Universidad de Málaga, en las navidades del año diecisiete. Ella no pudo verme (no me conoce). Hacía un día espléndido.

 

Diario del asco (Tusquets Editores, 2020), de Isabel Bono | 248 páginas | 18 euros.

 

* Texto publicado el 15/09/2020 en Estado Crítico.

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