Los colores de la muerte son exquisitos: por momentos nos parecía estar viendo una rosa entreabriéndose. Ante aquella presencia, más parecida a un catafalco que a un animal muerto, ante aquel monumento ornado de tan delicados signos, que viraban por doquier a las tonalidades del cólquico o de las violetas marchitas, nos asaltó una duda, a la que se añadía, a ratos, y de una manera totalmente inesperada, esa clase de inquietud que uno experimenta junto al lecho de un enfermo.
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Estábamos sedientos de permanencia. ¡Habíamos respirado demasiadas veces el azufre de las llamas efímeras, habíamos llorado demasiadas veces por los ciclos cerrados del tiempo…! Miraba a Odile y después a la ballena. Apartaba los ojos de la ballena, penosamente, y los dirigía de nuevo a Odile, sin atreverme a decirle lo que yo infería de aquella confrontación, sin osar confesarme a mí mismo lo que pensaba de su fragilidad, que era la mía, pero consciente de que nunca olvidaría el modo en que su mejilla se inclinaba contra el viento, cómo restallaba el faldón de su impermeable, la forma en que su silueta dividía el mar.
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Aquella ballena nos parecía la última; como todo hombre cuya vida se apaga nos parece el último hombre. Su visión nos proyectaba fuera del tiempo, fuera de aquella tierra absurda que, en mitad del estruendo de las explosiones, parecía correr hacia su aventura final. Habíamos creído ver simplemente un animal cubierto de arena: en realidad, contemplábamos un planeta muerto.
[Editorial Periférica. Traducción de David M. Copé]