Sobre Vidorra hablo un poco en este texto que salió ayer en El Plural. Aquí se pueden leer las primeras páginas y abajo van unos fragmentos del libro:
La calle Froidevaux era fea como una sala de espera cutre perdida en algún lugar del extrarradio, allí donde pasan tan pocos trenes que la gente sólo va para dormir, sólo para dormir, entre papelujos grasientos y restos de emparedados de jamón, o de latas de cerveza tan míseras, tan solitarias, en medio de los orines, del confeti, de los reflejos y los vómitos, y la tristeza de los perros que aguardan la muerte contra los muros embadurnados por incontables dedos mugrientos. En esta calle siempre se tenía una sensación de frío glacial, incluso en el mes de agosto. Los peatones tenían el porte de crisantemos tardíos, y noviembre se eternizaba.
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El olor acre de la orina de los perros me hacía llorar los ojos. Me acordaba a menudo de aquel cineasta japonés, Ozu, que hizo grabar esta sencilla palabra en su lápida: "Nada". También yo me paseaba con un epitafio similar, sólo que en vida. Caía en el vacío del tiempo, y nada ni nadie podía retenerme. El mundo, a mis oídos, no era más que una música fúnebre.
[Underwood Editorial. Traducción de Rubén Martín Giráldez]