Mi último suspiro, de Luis Buñuel

 

Una vida sin memoria no sería vida, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada.

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Si tuviera que enumerar todas las virtudes del alcohol, no acabaría nunca.

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Desde aquellos tiempos lejanos han ocurrido muchas cosas. En particular durante los últimos años, he comprobado la progresiva y, finalmente, total desaparición de mi instinto sexual, incluso en sueños. Me alegro, pues me parece haberme liberado de un tirano. Si se me apareciera Mefistófeles, para proponerme recobrar eso que se ha dado en llamar virilidad, le contestaría: “No, muchas gracias, no me interesa; pero fortaléceme el hígado y los pulmones, para que pueda seguir bebiendo y fumando”.

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Creo que el cine ejerce cierto poder hipnótico en el espectador. No hay más que mirar a la gente cuando sale a la calle, después de ver una película: callados, cabizbajos, ausentes. El público de teatro, de toros o de deporte, muestra mucha más energía y animación. La hipnosis cinematográfica, ligera e imperceptible, se debe sin duda, en primer lugar, a la oscuridad de la sala, pero también al cambio de planos y de luz y a los movimientos de la cámara, que debilitan el sentido crítico del espectador y ejercen sobre él una especie de fascinación y hasta de violación.

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Cuando pienso en él
[Dalí], pese a todos los recuerdos de nuestra juventud, pese a la admiración que todavía hoy me inspira una parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad.
Hace algunos años, yo declaré en una entrevista que, de todos modos, me gustaría tomar una copa de champán con él antes de morir. Él leyó la entrevista y dijo: “A mí también, pero no bebo”.

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Detesto el pedantismo y la jerga. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los
Cahiers du Cinéma. En México, nombrado presidente honorario del Centro de Capacitación Cinematográfica, escuela superior de cine, soy invitado un día a visitar las instalaciones. Me presentan a cuatro o cinco profesores. Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojece de timidez. Le pregunto qué enseña. Me responde: “La semiología de la imagen clónica”. Lo hubiera asesinado.

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El disfraz es una experiencia apasionante que recomiendo vivamente, pues permite ver otra vida.

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Me gusta el ruido de la lluvia. Lo recuerdo como uno de los ruidos más bellos del mundo. Ahora lo oigo con un aparato, pero no es el mismo ruido.
La lluvia hace a las grandes naciones.

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No me gustan los poseedores de la verdad, quienesquiera que sean. Me aburren y me dan miedo. Yo soy antifanático (fanáticamente).

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Me gustan las manías. Cultivo algunas, de las que a veces hablo aquí o allá. Las manías pueden ayudar a vivir. Compadezco a los hombres que no las tienen.

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Amo la soledad, a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de vez en cuando.

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Solo y viejo, no puedo imaginar sino la catástrofe o el caos. Una u otro me parecen inevitables. Sé muy bien que, para los viejos, el sol era más cálido en la época lejana de su juventud. Sé también que hacia el final de cada milenio es costumbre anunciar el fin. Me parece, no obstante, que el siglo entero conduce a la desgracia. El mal ha ganado la vieja y tremenda lucha. Las fuerzas de destrucción y dislocación han vencido. El espíritu del hombre no ha realizado ningún progreso hacia la claridad. Quizá, incluso, ha retrocedido. Nos rodean la debilidad, el terror y la morbosidad. ¿De dónde surgirán los tesoros de bondad e inteligencia que podrían salvarnos algún día? Incluso el azar me parece importante.


[DeBolsillo. Traducción de Ana María de la Fuente]  

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