Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher


He descubierto a Mark Fisher tarde, es decir, en torno a un año después de su suicidio (no debemos confundirlo con el autor del mismo nombre que escribe libros sobre millonarios y que nació antes). Tampoco es que contáramos con demasiado material suyo en España: los dos libros que había hasta ahora (Realismo capitalista y Los fantasmas de mi vida) los han publicado en Argentina y aquí los tenemos de exportación, y el mes pasado salió en Alpha Decay Lo raro y lo espeluznante. Yo compré los tres y, de momento, he leído el que nos ocupa hoy: Fisher es un ensayista sorprendente, casi podríamos decir que heredero de Greil Marcus por su habilidad para trazar pasadizos magníficos entre determinados sectores de la sociedad y de la cultura pop.

Si no he contado mal, aquí se reúnen una veintena de textos en los que caben Joy Division, V de Vendetta, David Cronenberg, Kanye West, Christopher Nolan, Burial, El resplandor, Tricky, Jacques Derrida… Un festín para quienes, como yo, se emocionan con los libros referenciales y con el talento de algunos autores para enlazar sociedad y cultura, política y filosofía… Ya sólo el título completo (Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos) es un anzuelo para quienes amamos esas derivas sobre el presente y el futuro que mantienen un anclaje en el pasado para comprender dónde estamos y hacia dónde nos movemos. Unos fragmentos:  

Mientras que la cultura experimental del siglo XX estuvo dominada por un delirio recombinatorio que nos hizo sentir que la novedad estaría disponible infinitamente, el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento. No se siente como el futuro. O, alternativamente, no se siente como si el propio siglo XXI hubiera comenzado. Permanecemos atrapados en el siglo XX, exactamente como Sapphire y Steel estaban encarcelados en el café al costado de la ruta.
La lenta cancelación del futuro ha sido acompañada por una deflación de las expectativas.

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Comparen el improductivo terreno del presente con la fecundidad de períodos previos y rápidamente serán acusados de "nostálgicos". Pero la dependencia que los artistas actuales tienen de los estilos establecidos hace mucho tiempo sugiere que el momento presente sufre de una nostalgia formal, de la que nos ocuparemos en breve.

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Conocí a Joy Division en 1982, así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Cuando los escuché por primera vez a los 14 años, fue como ese momento de In the Mouth of Madness [En la boca del miedo], de John Carpenter, en el que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción, en la que está inmerso. Toda mi vida futura aparecía intensamente compactada en esas imágenes sonoras: Ballard, Burroughs, dub, disco, gótico, antidepresivos, hospitales psiquiátricos, sobredosis, muñecas cortadas. Demasiados estímulos como para siquiera comenzar a asimilarlos. Si ni ellos mismos entendían lo que estaban haciendo, ¿cómo podría haberlo hecho yo?

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Toda música produce una integración o una interrupción de los patrones de comportamiento habituales. Por lo tanto, una música política no podría ser solo la comunicación de un mensaje textual; tendría que ser una lucha por los medios de percepción, librada en el sistema nervioso.

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¿Realmente tenemos más sustancia que los fantasmas que continuamente aplaudimos?

El pasado no puede ser olvidado, el presente no puede ser recordado.

Cuídate. Hay un desierto allí afuera…

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El espacio público ha sido consumido y reemplazado por algo similar al "tercer lugar" ejemplificado por los cafés de franquicia. Estos espacios son siniestros solo por el poder que tienen para replicar su mismidad. La monotonía del ambiente Starbucks es a la vez reconfortante y extrañamente desorientadora; dentro de esa cápsula, literalmente es imposible olvidar en qué ciudad se está. Lo que he llamado nomadalgia es la sensación de ansiedad que estos ambientes anónimos, más o menos iguales en todo el mundo, provocan; el malestar de viaje producido por el movimiento entre espacios que podrían estar en cualquier lugar. Mi, yo… ¿qué ocurrió con Nuestro Espacio, o con la idea de un espacio público que no es reducible a una sumatoria de preferencias de consumo?

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Si necesitas una explicación simple del crecimiento del conservadurismo cultural, de la captura de Londres por las fuerzas de la Restauración, basta con mirar este fenómeno. Como Jon Savage señala en England's Dreaming, la Londres del punk todavía era una ciudad bombardeada, llena de abismos, agujeros y espacios que podían ser invadidos y ocupados. Una vez que esos espacios se cierran, prácticamente toda la energía de la ciudad está puesta en pagar las hipotecas o los alquileres. Ya no hay tiempo para experimentar, para viajar sin realmente saber adónde vas a terminar. Tus metas y objetivos tienen que ser declarados por anticipado. El "tiempo libre" se transforma en convalecencia. Te vuelcas hacia lo que te da seguridad, lo que más te distrae de la jornada laboral: las canciones viejas y familiares (o lo que suena como ellas). Londres se transforma en una ciudad de esclavos de rostros esqueléticos enchufados a sus iPods.

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Cuando lo Real irrumpe, todo se siente como si fuera un film: no un film que estás mirando, sino un filme en el que estás dentro. Repentinamente, desaparecen las pantallas que nos aíslan –a nosotros, espectadores del capitalismo tardío– de lo Real del antagonismo y la violencia.



[Caja Negra Editora. Traducción de Fernando Bruno] 

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