Retrato de mi cuerpo, de Phillip Lopate


Podría decirse que todo ensayo personal se edifica simultáneamente en torno al autoengaño y a la verdad. Yo siempre me propongo asumir a priori cierta culpa en relación con la verdad, para de ese modo avanzar en el trabajo.

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El peligro de escribir sobre los demás en relación con uno mismo es caer en una horma de autocomplacencia en la que –consciente o inconscientemente– uno siempre ratifica su propia superioridad.

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Todas las editoriales tienen pavor de ser sorprendidas publicando colecciones de textos elegidos de manera fortuita. Yo no le veo nada de malo a las recopilaciones azarosas –si la mente de un ensayista me interesa lo suficiente, con gusto lo seguiré hasta donde me lleve–, pero en la actualidad, si el autor es famoso, hay muy pocas posibilidades de que un popurrí de este tipo llegue a la imprenta.

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Donald Barthelme tenía una barba cuadrangular que le daba un aspecto amish y patriarcal. El labio superior afeitado al ras acentuaba el efecto. Me tomó un tiempo darme cuenta de que usaba barba y no bigote, y una vez que lo hice, no pude dejar de inquirir qué clase de "declaración de principios" intentaba formular. […] Un buen día me armé de valor y le pregunté, en tono de broma, por qué se afeitaba el bigote. Me dijo que ya no le crecía porque tiempo atrás le habían extirpado un tumor canceroso del labio. Su respuesta me hizo advertir todo lo que ignoraba –y probablemente siempre ignoraría– de ese hombre, y también mi tendencia a juzgarlo de manera desatinada.
Me gustaba observar a Donald. Nunca me cansaba de hacerlo: generaba una curiosidad inagotable (algo que uno experimenta con personas que siempre se reservan una parte de sí mismas. Sé de lo que hablo, porque dicen lo mismo de mí). Trabajamos juntos durante los últimos ocho años de su vida y fuimos colegas cercanos, amigos, casi amigos… ¿Qué fuimos en realidad?

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La inmensa soledad de la vida literaria se origina, en parte, en el hecho de que los escritores, especialmente aquellos que han alcanzado renombre, eluden los temas que uno supondría que más les atañen –los autores que continúan siendo capitales en su proceso creativo, o los obstáculos no resueltos del trabajo cotidiano– y optan, en cambio, por parlotear acerca de estrategias para consolidar una carrera, faenas realizadas como invitados en diversos encuentros, becas, procesadores de texto y bienes raíces, todo lo cual constituye el lenguaje del poder.

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[…] cuando dos escritores se unen para diseccionar las fallas de un tercero que es su contemporáneo, se crea un vínculo deliciosamente fraticida.

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Soy un callador de bocas, es decir, un autoproclamado sargento de armas que ordena guardar silencio a la gente que hace ruido en el cine.


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El meollo del asunto es que deseo ver películas en salas de cine, tal como fueron pensadas para verse, y me gusta la compañía de otros cuerpos, de otros espectadores. Pero a la vez he desarrollado, a lo largo de los años de fervorosa cinefilia, una sensibilidad sobrenatural a las distracciones: no sólo a los platicadores, sino también a los que dan coces o cruzan y descruzan nerviosamente las piernas detrás de mí, oprimiendo el respaldo de mi asiento; a la impuntual que exacerba su primera falta acomodándose con lo que parece una meticulosidad premeditada –se quita el abrigo de manera flemática y cambia de lugar sus bolsas de centro comercial varias veces–; al padre amoroso que le da a su hijo caramelos ácidos envueltos en el celofán más crujiente que existe…

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Siempre podemos culpar a la televisión por alterar el hábito de ir al cine. Buena parte de la gente que va hoy a ver películas parece convencida de que está en el sofá de su casa; otros creen que se encuentran en su recámara, de ahí que ronquen o hagan el amor. Uno supone que la gente joven, que ha crecido en la era del zapping y el intervalo de atención breve, es la peor infractora. Sin embargo, según mis observaciones, los ancianos que van al cine en pareja son los más molestos: insisten en intercambiar opiniones sobre lo que ocurre y su porqué. Quizá la pérdida auditiva los haga hablar a un volumen demasiado alto, pero también es como si rendirse a la experiencia cinematográfica fuese una amenaza a su lazo diádico, y al final eligieran la unidad por encima de la inmersión.

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Suena descabellado afirmar que ver una película se asemeja a una disciplina meditativa, tomando en cuenta la pasividad del espectador en comparación con los rigores del zen o el recogimiento monástico; pero existen paralelismos. Hay un célebre tipo de meditación denominado focalización de la mente en un solo punto, en que quien medita se abstrae a partir de un sonido o una imagen mental repetitivos.

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La voluntad de emprender mi propio camino, sans mentores o participación en movimientos literarios de la época, es un aspecto central del cuento laudatorio que elaboré acerca de mi desarrollo como escritor. Debe tomarse con pinzas: después de todo, ningún escritor puede escapar del influjo de sus contemporáneos.

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Lopate intercala una cita de Anatole Broyard que dice:
Es más fácil ser amigo de gente insatisfecha, porque compartir la insatisfacción se traduce en un lazo fuerte, igual que haber sido amados y repudiados por la misma mujer. Sospecho que la queja es el auténtico capital de las amistades literarias.     


[Tumbona Ediciones. Traducción de Ana Marimón Driben]

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