Las Danzas de Galánta de Zoltán Kódaly (1933).

"Estoy convencido de que cada una de nuestras melodías folclóricas húngaras es un dechado de arte de primer orden en muchos aspectos. Considero que estas canciones folclóricas son obras de arte igual de grandes que una fuga de Bach o una sonata de Mozart. Podemos aprender de esta música una tersura de expresión incomparable". Béla Bartók, 1922. 

Ningún período de la música clásica permaneció impermeable a las influencias de la música popular, pero es incuestionable que fue durante la época de los nacionalismos musicales cuando los compositores comenzaron a mostrar una mayor sensibilidad e interés por el folclore, primero por el de los de sus respectivas madres patrias y, más tarde, por el de todas las músicas del mundo. Los músicos le habían cantado primero a Dios, luego a la Iglesia (que no es lo mismo), luego a los nobles que les malpagaban un sueldo, luego a sus propios ideales románticos y, a finales del XIX y principios del XX, comenzaron a cantarle (y bailarle) al pueblo. Y luego llegaron los teóricos de la Segunda Escuela de Viena y los músicos les cantaron a las matemáticas y, desde entonces, ya no bailó ni cristo. Pero ésa es otra historia.

Dentro del nacionalismo musical sucedió lo que siempre sucede: que existieron aproximaciones de todas las clases. Desde la politización del sentimiento ("Mi Patria la tiene más Gorda que la tuya"), pasando por el homenaje a los cantos del pueblo, por el tradicionalismo y terminando en la aproximación científica y etnológica del asunto (con el nacimiento de la etnomusicología).

A principios del siglo XX, Hungría alumbró a dos grandes maestros que representan lo mejorcito del folclorismo en la Música Clásica: Béla Bártok (1881-1945) y Zoltán Kódaly (1882-1967), dos compositores, investigadores, divulgadores, pedagogos, amigos y residentes en Budapest.


"Encontramos en la música campesina más antigua de Hungría el material adecuado para formar la base de una música superior en el arte húngaro." 

Gálanta (actualmente perteneciente a Eslovaquia) es una pequeña ciudad en la que creció el jovencito Zoltán Kódaly. Su padre era jefe de estación en esa localidad que tenía el honor de ser una de las paradas de la línea de ferrocarril Viena-Budapest que vertebraba el agonizante imperio austrohúngaro. Como en cualquier otra ciudad del mundo, las gentes de Gálanta cantaban y bailaban. Y cuando la Sociedad Filarmónica de Budapest encargó al ya consagrado y veterano Zoltan Kódaly una obra para conmemorar el 80º Aniversario de su fundación, el compositor húngaro echó mano de las canciones de su pueblo, de su infancia, que eran canciones que lo mismo le cantaban a los marciales húsares del XVIII que a los cíngaros errantes.

Les recomiendo encarecidamente que inviertan quince minutitos de sus vidas para disfrutar de la magistral orquestación que Zoltán Kódaly desplegó en sus Danzas de Gálanta de 1933. Una obra colorista, llena de contrastes y, sobre todo, de un sincero sentimiento de amor por las raíces culturales de cada uno, que no son ni mejores ni peores que las de los otros sino  que son, sencillamente, las que hemos mamado (y eso es mucho).

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