El desprecio, de Alberto Moravia

 

 

Me hallaba tan preocupado que, por aquellos días, en mi interior se había modificado incluso la imagen que hasta entonces tuve de mí mismo. Hasta aquellos momentos me había considerado un intelectual, un hombre de cultura y un escritor de teatro, género artístico, éste último, por el cual siempre había sentido una gran pasión y al que parecía ser arrastrado por una vocación innata. Esta imagen, que podríamos llamar moral, influía también en la física: me veía como un joven cuyas manifestaciones externas –delgadez, miopía, nerviosismo, palidez y abandono en el vestido– testimoniaban por anticipado la gloria literaria a la que estaba predestinado. Pero durante aquel tiempo, bajo la presión de crueles ansiedades, esta imagen tan prometedora y halagadora dejó paso a otra muy diferente: la de un pobre hombre atrapado en una patética y mezquina trampa, que no habiendo sabido resistirse al amor por su mujer se había metido en camisa de once varas, sin que pudiera saberse por cuánto tiempo estaría obligado aún a pelear contra la ansiedad mortificante de la penuria económica.

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En efecto, si juzgamos las artes desde el punto de vista de la expresión directa –y desde luego resulta incomprensible juzgarlas de otro modo–, el guionista es un artista que, aun dando lo mejor de sí a la película, al fin y al cabo no tiene el consuelo de saber que se ha expresado por sí mismo. De modo que, pese a su trabajo creador, no es otra cosa que un proveedor de hallazgos, de invenciones, de aciertos técnicos, psicológicos y literarios. A quien en definitiva concierne el uso de este material es al director, que lo hará según su genio y que se reservará la facultad de expresarse. El guionista, pues, es el hombre que permanece siempre en la sombra; que da sus mejores frutos en aras del éxito de los demás; y que, a pesar de que el éxito de la película depende en sus dos terceras partes de su trabajo, no verá nunca su nombre en los carteles publicitarios, donde aparecen destacados, en cambio, los del director, los actores y el productor.

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Ya que me había metido en una vía equivocada, había que recorrerla hasta el final. Mi voz sonaba exasperada al contestar:
-Me parece que no me ha entendido usted bien… Yo soy un escritor de teatro, Battista, no uno más en el oficio de guionista. Y este guión, por ser más que sea un guión bueno y perfecto, para mí no será más que un guión, algo, y permítame que lo diga francamente, que hago con el único propósito de ganar dinero… A los veintisiete años, sin embargo, tenemos eso que acostumbramos a llamar ideales, y mi ideal es escribir para el teatro. ¿Por qué no puedo hacerlo? Porque, hoy en día, el mundo está organizado de tal forma que nadie puede hacer lo que realmente le gustaría hacer, sino que por el contrario debe hacer lo que los demás quieren que haga… Porque siempre está el dinero de por medio, en lo que hacemos, en lo que somos, en lo que queremos ser, en nuestra profesión, en nuestras aspiraciones más elevadas y hasta en nuestras relaciones con las personas a las que apreciamos.

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¿Qué había sucedido en realidad en el momento justo en que me había tendido en la pequeña playa, en lo más hondo de la cueva? ¿Me había dormido y había soñado que estaba con la verdadera Emili en carne y hueso? ¿O bien me había dormido y había soñado que dormía y soñaba uno u otro de los dos sueños anteriores? Como en las cajas chinas, cada una de las cuales contiene en su interior otra más pequeña, la realidad parecía contener un sueño que a su vez contenía otro sueño, y así hasta el infinito.



[DeBolsillo. Traducción de Enrique Mercadal]


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