La vida secreta de Roberto Bolaño, de Montero Glez

 

 

En las dos últimas entregas de la saga de Mad Max aparecen unos soldados fanáticos de Immortan Joe que se inmolan a las primeras de cambio para derrotar al enemigo y, de paso, viajar al Valhalla: suelen lanzarse en plan kamikaze y con lanzas explosivas, en un salto de ángel que propicia el caos y la destrucción. Desde que leo su obra (y desde que lo conozco en persona, años ha) tengo la impresión de que Montero Glez suele lanzarse así a la literatura. Lo hacen unos pocos, o lo hacían antes de que se los tragara la muerte (ahí estuvo David González): se tiran en plancha y sin paracaídas.

Si alguien cree que Montero se ha doblegado a los jeques de lo literario es que ha leído mal el libro: o no lo ha leído, algo frecuente en un país en el que se opina de novelas sin abrirlas. A lo largo de cinco relatos interconectados, el autor de Sed de champán y Manteca colorá se involucra en la metaliteratura, sí, pero no sólo para demostrarnos su dominio de la misma, sino para dinamitarla desde dentro. En ese juego se mezclan escritores y pintores reales (Chukri, Barceló, Ceesepe, Bolaño, Burroughs, etc) que pasan a la ficción y personajes ficticios (ese narrador llamado Arturo B.) que parecen reales, amistades inventadas y conspiraciones de unos cuantos escritores verdaderos.

Montero la revienta, la hace estallar porque toma el habitual juego literario de Cercas, Bolaño y Vila-Matas y lo mueve un paso más allá, de tal forma que en la última de las historias nos cuenta que las obras de Bolaño en realidad fueron escritas por sus amigos, los escritores de la conspiración. Algunos de ellos salen un poco malparados, con especial hincapié en Javier Marías. No quiere decir que uno, como lector, comulgue con todas las opiniones del narrador, pero sí que consigue divertirse y disfrutar de lo que cuenta, con esas frases que a veces arden en el párrafo y esa certeza de que su autor es uno de los escritores más lúcidos y valientes de la actualidad. Ésta, al menos, es mi lectura. Unos fragmentos:

Juan Marsé siempre fue para mí un amigo, uno de esos tipos que muestran la solidaridad campechana de la gente de barrio. Crecí leyendo sus novelas que pasaban de mano en mano. Iban desde el quiosco hasta las noches de insomnio plagadas de aventis; noches atropelladas de historias donde la realidad se hacía más llevadera por boca de aquellos niños crudos de posguerra; chavales que contaban mentiras tan certeras como el hambre.   

**

Nunca había estado tan cerca de la verdad como aquella noche en la que conocí al Agujetas. Ocurrió hace muchos años, cuando yo vivía en Madrid y las calles reflejaban la hora de la luz de finales de los ochenta.
Por entonces, los maniquíes me sonreían tras los escaparates de la noche, y yo sentía a cada instante la necesidad imperiosa de labrarme un pasado. Con arreglo a algo tan práctico, me había puesto el disfraz que todo escritor necesita para convertirse en personaje y dirigía mis pasos al centro, a una callejuela estrecha del barrio de Lavapiés donde la muerte se cantaba con sabor a sangre en la boca.

**

Porque la metáfora es el átomo que mueve el mundo de cualquier novela.




[Navona Editorial]

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

*