De Michele Mari leí un libro hace unos cuantos años: Rojo Floyd, un homenaje muy enriquecedor a la banda Pink Floyd. Verdigrís, que se acaba de traducir y publicar en Muñeca Infinita, es algo totalmente distinto. Se trata de una novela en la que el lenguaje y los dobles sentidos juegan papeles fundamentales, tanto que es así que imagino que su traductor, Carlos Gumpert, habrá sudado tinta para lograr el efecto final.
Me explico: en la novela hay dos protagonistas, Michelino, el muchacho que cuenta la historia y que vive en la casa de campo de sus abuelos, y un sirviente ya mayor, Felice, que está perdiendo la memoria a pasos agigantados. Michelino intuye que Felice guarda en la memoria, ahora casi inaccesibles, los secretos de la casa, en la que van apareciendo cosas insólitas (cadáveres con uniforme de soldado, extrañas babosas que comen carne, botellas guardadas en la bodega que quizá no contengan vino…). Pero Felice habla cada vez peor, comiéndose letras en cada palabra, lo que dificulta un poco la tarea del lector, que debe hacer un esfuerzo y completar los huecos de cada palabra como si estuviera ante un juego. Lo mejor es que Felice a menudo ensarta palabrotas y frases apartadas de lo políticamente correcto y esa variante humorística le viene muy bien al libro. Ejemplo: “¡Avellán de mis güevos! Da elt virdigrí mí pue, pero ¿y despós? ¿Cuand mí va a cas?”.
A partir de ahí, Michelino tiene que arreglárselas mediante juegos y resortes para activar su memoria y que este hombre raro y misterioso vaya soltando los tesoros que guarda en la cabeza, en los que no faltan ciertos episodios relacionados con los nacionalismos. La novela adquiere así múltiples connotaciones sobre el pasado, el nazismo, etc. Pero para mí lo más importante es el tema de cómo un ser humano va perdiendo la memoria y llenando su cabeza de vacíos… Es algo aterrador, sin duda. Aquí va un fragmento de la narración de Michelino:
Los meses siguientes infligieron una aceleración aterradora a la tara de Felice. No tardó en llegar el punto en el que no pasaba un día sin un nuevo vacío mental: era como si el mundo fuera empequeñeciéndose poco a poco para él, perdiendo sus pedazos, pedazos que eran cosas, que eran palabras, que eran lugares, que eran recuerdos. A veces sabía de qué se hablaba, pero no era capaz de acordarse del nombre: así la lechuga pasó a ser la ensalada tierna, la achicoria la ensalada amarga y el usillo la más amarga aún. A veces retenía el nombre como si fuera un flatus vocis sin sentido, y me preguntaba qué era una azada, qué significaba ese “cagoenlaputa” que se le formaba continuamente en la boca.
[Muñeca Infinita. Traducción de Carlos Gumpert]