Llevo unos días recluido. Salgo lo justo y necesario para que me dé el aire fresco de la mañana, compro una barra de pan y un vino peleón y me vuelvo a escabullir tras las paredes del piso que ahora es refugio. Me visto de cueva y pantuflas y enciendo la radio. Suena de todo un poco, pero necesito objetivar la banda sonora del encierro. Pongo un cd de Pink Floyd y sé de antemano que lo quitaré cuando suene esa canción. Esa canción. Me hago un café y me froto las manos. Hace un frío que pela en el pisito. Durante tres cuartos del año añoro el invierno, y ahora que está instalado a uno y otro lado del tabique, me quejo. Los años. Busco un libro en las estanterías como quien busca respuestas o consuelo. Finalmente, inserto un cd de trash metal en el reproductor. Eso es. Algo que me sacuda un poco las neuronas, que me abofetee, como cuando leí por primera vez al poeta que acaba de marcharse.
Llevo unos días recluido y salgo lo necesario, creo que es justo, por darle una vuelta. Me pongo excusas de todo tipo para salir. Soy de los que tropiezan una y otra vez con la misma piedra. De los que se repiten. Esos que siguen a piñón fijo. No hay planes, ni proyectos, ni guiños cómplices. Una elipsis que oculta la verdadera e inocua razón para seguir adelante. Consciente de esta inercia y de este malestar abro el vino sin denominación de origen. Me sirvo una buena copa, me lío otro tabaco, me dejo llevar mansamente. Brindo a la memoria del poeta que no llegué a conocer personalmente, con quien tan solo si habíamos mantenido una breve conversación a través de una red social que tiempo después abandonó. Recordé entre sorbos y caladas mis últimos viajes al norte, mis paseos nada espontáneos por La Cuesta del Cholo, buscándolo, o por los garitos de Cimadevilla. Ese encuentro subrepticiamente fortuito que nunca llegó a concretarse.
La noche me halló viendo una y otra vez el documental sobre su vida y obra. Recorrí con él las callejuelas del barrio alto, me tomé unos chupitos a su salud. Reí a carcajadas. Me acusé de perezoso al escucharlo victorioso en la conciencia de la derrota, firme pero voluble, inexpugnable en la tormenta, sabio para hacer de la miseria poesía.
Descorché otra botella, inerme ante la evidencia, necesitaba empujarme al desconsuelo. Estamos solos y morimos solos. Esa es la verdad. Y apenas si llegamos a conocer a alguien de verdad. Las redes sociales son una espada mellada, de manera que lo del doble filo no puede aplicarse. Sin embargo, fue el vehículo, y me dieron ganas de reír otra vez. Lo cierto es que, al fin y al cabo, no pude conocerlo personalmente. «¡Punto!», dije en voz alta. Entonces leí la dedicatoria de uno de sus libros:
“Para mis lectores, mis únicos y verdaderos amigos”.
Llevaba unos días recluido y hoy he salido temprano. Esta vez no fui a por pan y combustible. Me fui bordeando el muro de la Casa de Campo, una vez más. Atravesé la Puerta de Dante y me acerqué a los nidos de ametralladora, ahora abandonados y mugrientos. Luego me reté a buscar las irregularidades en el terreno, las viejas trincheras. Las viejas trincheras como quien habla o se abraza a una causa, a un batallón, a un grupo humano que se sabe en inferioridad numérica o armamentística. Porque también de esto debería tratarse eso de vivir con dignidad, y eso es algo de lo que el poeta supo hacer su bandera hasta el último combate, el último round.
Subo el volumen de los auriculares. Es la canción. Es la voz de David Gilmour, que ahora nos arropa, que proclama sobre el velo del tiempo…
Sigue brillando, diamante loco.
A la memoria de David González.
Maximiliano J. Benítez,
en Inmediaciones.org