La administración del miedo, de Paul Virilio

 

Del prefacio de Bertrand Richard:

Caos climático, pánico bursátil, fobias alimentarias, pandemias, crack económico, ansiedad congénita, miedo existencial… El miedo, los miedos individuales y colectivos se suman y se refuerzan los unos a los otros, lo cual constituye la dinámica misma del miedo, y parece que caen en cascada sobre nuestro mundo. Alarmar, sobresaltar, poner en tensión. ¿No nos encontramos ante una permisividad en este terreno claramente excesiva y también muy representativa de nuestra época?
[…]
Toda la confianza en la razón y en la perfectibilidad del género humano ha ido sometiéndose de manera progresiva a un “principio de terror” que hace del miedo, desplazando a la fe, la piedra angular de nuestras actitudes frente a la existencia.

De las entrevistas con Paul Virilio:

Utilizo la expresión “administración del miedo” para referirme a dos conceptos. En primer lugar, el miedo hoy en día es un entorno, un medio, un mundo. Nos ocupa y nos preocupa. Antes, el miedo era un fenómeno relacionado con acontecimientos localizables, identificables y circunscritos en el tiempo: guerras, hambrunas, epidemias…
[…]
Pero administración del miedo también significa que los Estados se sienten tentados a hacer del miedo, de su difusión mediática, de su gestión, una política. Los Estados, que se han visto progresivamente despojados por la globalización de sus prerrogativas tradicionales (entre otras de las asociadas al Estado del bienestar), tienen que convencer a los ciudadanos de que son capaces de preservar su seguridad física.

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Y precisamente estoy convencido de que, al igual que la velocidad forjó el increíble dominio alemán sobre toda la Europa continental en 1940, el miedo y su administración se sustentan hoy en la increíble difusión de las tecnologías de la información y de las comunicaciones. Además, esos progresos tecnológicos están arropados por una auténtica propaganda.

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Bajo la ocupación, el miedo es un Estado, en el sentido de que es un poder público quien impone una realidad falsa y, al mismo tiempo, aterradora.

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Lo primero que percibe un niño en un adulto, sea quien sea, es un aura de autoridad a la que hay que someterse. Así, pues, de entrada desde la infancia la realidad se nos presentó como una falsificación. Eso me hace muy sensible a la situación actual de aceleración de la realidad. No se trata de una realidad “multiplicada” como dicen los virtualistas, sino de una realidad acelerada lo cual es enteramente distinto. Nos enfrentamos a algo que hace que el miedo se convierta en un elemento constitutivo de un modo de vida y de una manera de relacionarse con los fenómenos. Y también de una forma de relacionarse con el mundo, una relación falseada del ser-en-el-mundo.

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¿Cómo definir el desequilibrio del terror? Como la posibilidad que tiene un solo individuo de hacer tanto daño como el arma absoluta. Lo que caracteriza al terrorismo es, en sentido literal, la “producción del miedo”.


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Gracias a la velocidad absoluta de las ondas, se puede experimentar en todos los lugares del mundo el mismo sentimiento de terror en el mismo momento. No es una bomba local: explota en cada instante, con ocasión de un atentado, de una catástrofe natural, de un pánico sanitario, de un rumor malintencionado… Crea una verdadera “comunidad de emociones”, un comunismo de los afectos sucesor del comunismo de la “comunidad de intereses” compartidos por diferentes clases sociales. En todo ello hay algo nuevo que hace posible la sincronización de las emociones, algo cuya potencia supera la estandarización de la opinión pública característica de los medios de comunicación de masas de la segunda mitad del siglo XX.

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El presente está en cambio marcado por la aceleración de lo real: estamos tocando los límites de la instantaneidad, el límite de la reflexión y del tiempo propiamente humano.

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Las pantallas son el equivalente del parabrisas del coche: con la velocidad perdemos el sentido de la lateralidad lo cual nos ha convertido en minusválidos en nuestra percepción del mundo, de su riqueza, de su relieve, de su profundidad espacial.
[…] Y es que para sobrevivir hay que saber anticipar lo inesperado, porque lo inesperado nunca llega de frente.

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Lo que técnicamente llamamos compresión temporal es un acontecimiento que modifica de manera concreta la vida cotidiana de cada individuo y de toda la colectividad en el mismo instante. Ante semejante aceleración de la vida cotidiana, el miedo se ha convertido, en tiempos de paz, en un entorno. Habitamos un accidente planetario, el accidente de su instantaneidad, de su simultaneidad y de la interacción que ya ha triunfado sobre la actividad ordinaria.

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Vivimos bajo la presión de una ocupación permanente. Esta ocupación que nos vigila, nos tele-controla, nos sondea, nos pone a prueba, nos evalúa sin cesar y nos expone públicamente, está cada vez más presente y es cada vez más aceptada como una fatalidad, como un destino… La promoción del progreso quiere que siempre vayamos con retraso, ya sea como consecuencia de la banda ancha, del perfil de Facebook o de todos los mails pendientes de contestar. Todo el tiempo hay que estar poniéndose al día y de esta manera nos vamos convirtiendo en objetos/sujetos de un masoquismo cotidiano y de una tensión a la que nos sometemos voluntariamente.

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Vivimos en un ataque de ira permanente. Y, por añadidura, con la incapacidad de verbalizarlo, con una falta de dominio del lenguaje.


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La realidad nos ofrece abundantes ejemplos: la sincronización perfecta equivale a la inmovilidad. El sedentario contemporáneo se encuentra en cualquier sitio como si estuviera en casa gracias al teléfono móvil, y el nómada es el que no tiene lugar propio, el excluido. El desterrado. El exiliado de todo. Pero, al mismo tiempo, entre las masas de exiliados (mil millones de seres humanos se verán obligados a desplazarse en las próximas décadas) y los turistas está empezando a operarse una fusión. Los turistas están transformándose en los inmigrantes de esta inercia del móvil.



[Editorial Pasos Perdidos. Traducción de Salvador Pernas Riaño]    


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