Todo empezó el lunes 7 de noviembre de 2011. Fue en el bar Primi, un local indescriptible situado en el número 3 de la calle Estrella de Madrid y que desapareció hace años. Yo me estaba duchando por dentro a base de orujo blanco, un destilado que se había convertido en mi bebida predilecta por su potencia de impacto y por su precio asequible. A nadie le gustaba el orujo blanco. Entonces, un sujeto llamado Ramón Reboredo pegó la hebra conmigo, porque estaba bebiendo el mismo licor de poca demanda que yo.
El hombre llevaba encima bastante sorbo, mucho. Me contó su vida entera con la lengua reptando. Entre su parloteo, yo atiné a incrustar el lamento de que no tenía trabajo ni dinero, y sí muchas ganas de echar a andar por mi cuenta. Como él veía que yo le iba escuchando con atención, le entró el arranque de la camaradería solidaria y me dio la dirección de un piso en el barrio de Salamanca. Me dijo que era la sede de una productora de cine en la que él tenía nombre. Que fuera para allá de su parte, que estaban para rodar una comedia y que seguro que me daban curro.
Una gárgola de barra, tipo Ramón, nunca aporta una ayuda plausible. Pero, sin más que hacer, me presenté en la empresa al día siguiente. Se llamaba Relatora Films. En recepción me habrían echado a bofetones, porque era seguro que lucía una cara de buscavidas muy mosqueante. Pero supe dar mil datos sobre Ramón (los de la brasa que me había metido por la noche) y debieron de pensar que era por lo menos sobrino suyo, así me conocía su vida. Contemporizaron.
Me detallaron las condiciones, que habría aceptado en cualquier caso. Me comunicaron las fechas de comienzo y fin de contrato, me hicieron la ficha y me dieron de alta. Yo sería meritorio de producción. Hice como que sabía qué era eso y me volví para casa. Estaba a dos meses y un poco de cumplir los diecinueve.
[Blackie Books]