Huevos de madera
Zurce como antaño
zurce sin saber coser
su corazón está afligido
su alma del revés
Mi madre tenía un huevo de madera
para zurcir calcetines. Estaba abollado y cada uno de sus badenes era una
historia. Lo había heredado de mi abuela, y ésta, de la suya. Así, hasta llegar
a un tiempo perdido en la memoria. Quizás los albores del XIX o en tiempos de
Jack, ése que destripaba a los espíritus pútridos que marchaban ondulantes por
los callejones de roñas y máculas seminales. Ellas también zurcían los
calcetines agujereados, las bragas que no tenían, los corsés que no usaban y
sus cuerpos llenos de cicatrices. Después ese horror pasó. Llegaron otros…
Todas las madres tenían huevos
zurcidores.
El de mi madre estaba oculto en
un costurero de mimbre redondo con interior de cuadros azules, anudado por un
cordón marrón. Cada mañana, tras recoger la ropa tendida en la terraza, plegaba
la colada y revisaba las prendas. Luego, guardaba cada pieza en su sitio. Por
último, abría el nudo que ella misma había hecho horas antes, y recosía los
calcetines con boquetes. Los de papá sólo los remendó hasta que cumplí cuatro
años. Después permanecieron en el cajón esperando que volviera, pero nunca
regresó. Era verano y hacía mucho calor. No me dejaban verlo; jugaba en el
balcón con mis amiguitos imaginarios. Siempre fui solitaria. Un hermoso capullo
de cabellos taheños y ojos chispita.
Papá desfiló como un fantasma.
Sábana al uso de la toga romana y rostro cerúleo. Lo llamé; no contestó. Sus
ojos aguamarina, goteaban lágrimas de alabastro bajo las gafas de pasta negra.
Pasaron horas y, tal vez, algún día. Me asomé a la barandilla de forja y vi una
furgoneta verde ― ¡qué risa! El color de la esperanza―. Era demasiado pequeña
para leer. No obstante, escribía cuentos en mi clarividencia. Ese día escribí
uno de terror: el primero. El vehículo tenía unas letras mayúsculas bastante
tristonas: FUNERARIA. No sabía su significado, pero lo comprendí todo.
La enorme casa de pasillos
interminables y habitaciones espaciosas, se quedó vacía. Demasiado grande para
dos almas desoladas por un calvario perpetuo. En invierno hacía un frío
aterrador y no había estufa. Seguimos utilizando calcetines: unos encima de
otros. En verano, los lagrimeos de sudor resbalaban por nuestros cuerpos; sin
embargo, nunca tuvimos ventilador. El bochorno atenazaba nuestras mentes
envueltas en tiempos caducos. Mamá y yo fuimos una pareja de hecho ―apática y
doliente― durante muchos años. Ella siguió remendando mis calcetines hasta que
utilicé medias. Luego, también las zurció. Empero, no me agradaban. Prefería
pantalones. Ambas seguíamos con calcetines de lana y algodón. Nunca había uno
desparejado. Los tenía tan controlados como los calendarios que colgaba en la
pared o los relojes de cuco que escuchaba. Ahora he comprendido que deseaba
reunirse con Ángel, por eso la invadió la nostalgia.
Guardaba su óvulo como si fuera
un tesoro. Al presente, lo echo de menos. Me enseñó a reforzar las prendas
desquebrajadas y los corazones rotos. Es tiempo de olvidar el pasado y
recomponer el presente. Necesitamos salvavidas para seguir en este mundo
hundido en un pozo. Mañana, me acercaré a los chinos y compraré un huevo de
madera. Es época de zurcir los calcetines que tenemos y enseñar a nuestros
hijos esta laboriosa faena.
Dulce está el almendro, aunque
las piedras caigan cerca.
©Anna Genovés
Revisado el quince de abril de 2023
Imagen tomada de la red
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*Microrrelato incluido en el libro de relatos La caja
pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel
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ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437