Sangre de dragón, de Christoph Hein

 

Un pintor, que había llegado con una chica inusualmente hermosa, se puso a hablar sobre el arte.
-Ya no somos sino voyeurs –decía–, y sólo si somos voyeurs, somos artistas. Todo el otro arte está muerto, se ha acabado, mierda burguesa. El único objeto del arte que vale la pena es lo asocial, el individuo marginal. Durante siglos lo importante han sido las opiniones y los problemas de los pequeños burgueses. Falaz música de sobremesa que debía mantener a unos parásitos para que dirigiesen sus mezquinas cuitas. Sin embargo, el arte es anarquía. Es el azote de la sociedad. La única estética válida es la del horror, la medida de todo el arte es el grito estridente. Debemos convertirnos en seres asociales para darnos cuenta de lo que somos, de dónde venimos y adónde vamos. La mugre, este es mi mensaje para vosotros.

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Las mujeres, creo, se toman el sexo más a la ligera, con menos esfuerzos. De forma más natural, porque su órgano sexual es también herramienta de trabajo. Dar a luz es un trabajo. Eso impide tanto las visiones que transfiguran como las ideas angustiosas. Un comportamiento que también inquieta a los hombres porque se desvía de la norma, su norma, lo normal. Por eso lo combaten y lo castigan. Para mantener fuera de peligro el ritual de su fe, de sus ideas sobre el sexo, y afirmarlo como el único válido condenan todo lo demás que no se somete a ellos ni a sus fantasías. Un ritual necesario. Un exorcismo del miedo. Prisioneros en el mundo de sus ideas.

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Tampoco me apetecía nada conocerlo más a fondo. ¿Para qué iba yo a preocuparme de sus problemas, traumas y miedos? No me interesan los abismos ni los destinos de la gente. Ya estoy demasiado ocupada con lo que tengo que hacer, conmigo, con mi trabajo. Puedo prescribir pastillas y poner inyecciones. El resto no es asunto de la medicina. No soy un confesor. No receto consuelo. Darle ánimos a alguien me parece temerario o insincero. Yo misma tengo problemas. Sólo me interesan raras veces y bajo ciertas condiciones. En cierto sentido únicamente cuando no me controlo y me abandono. Cuando me entrego a mis estados de ánimo. De todas formas, los problemas verdaderos son insolubles. Los arrastramos con nosotros a lo largo de toda nuestra vida, ellos son la vida, y de algún modo también morimos de ellos. La generación de mis abuelos tenía un dicho para esto: “Cuando miramos un mal a la cara, deja de ser un mal”. Tengo otras experiencias. Aquello que uno teme, lo mata a uno. Para qué, pues, prestarle atención. Y ayudar a los demás no podemos de ningún modo. Esto no es cínico, sino todo lo contrario.

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En casa intenté tomar conciencia de que había cumplido cuarenta años, pero no se me ocurrió nada. No tenía importancia, nada había cambiado. Deseé que algo ocurriera, que me pasara algo, pero no podía decir qué.
En marzo se inició el horario de verano. Hubo que adelantar una hora los relojes, y en aquellos meses tal vez fue eso lo más emocionante que ocurrió en mi vida.
No me afectó. Pero de todos modos era una injerencia en el tiempo, la interrupción de un decurso imperturbable, regular. En mi vida no hay ese tipo de injerencias radicales. Transcurre con la misma absurda regularidad con que se mueve el péndulo de un reloj de pared, como el que había en casa del tío Gerhard en G. Un movimiento que no lleva a ningún sitio, que no conoce ningún tipo de sorpresas, desviaciones, horarios de verano ni irregularidades, y cuya única sensación es el inmovilismo que en algún momento se produce.  



[Saymon Ediciones. Traducción de Juan José del Solar]

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