SIBERIA 2023-03-04 20:32:00

 







SIEMPRE NOS QUEDARÁ CANFRANC



Día uno: Valencia-Zaragoza.


Salida a las 9.30. Faltan cuatro minutos. Todo bien de momento. Los nervios de siempre. Las paranoias de siempre. Tengo un matrimonio mayor sentado detrás: “¡Cinco horas a Zaragoza! ¡Madre mía”, dice el hombre. “Si hubiera una buena vía…”. Cinco horas es poco, le contesto yo mentalmente. Nos tiraremos cinco horas y media, eso si no lleva más retraso. Podría iniciar fácilmente una conversación con ellos, pero es pronto para conversaciones, y además siempre pienso que lo mejor es no intervenir, contar lo que se ve desde fuera, como un antropólogo que observa un ritual que no acaba de entender, y que se limita a tomar notas a la espera de que esas notas luego le ayuden a una mayor comprensión de lo que está sucediendo delante de sus narices. Bueno, otras veces simplemente me cansa hablar con la gente. Y prefiero el silencio. 


Es la quinta vez que cojo este tren en menos de un año. Ha sido casualidad. No tenía previsto viajar tanto por esta línea. De hecho, los dos últimos viajes, los decidí justo en la estación al ir a comprar el billete. Me refiero a que tenía varias opciones posibles, pero dependía de si tenía sitio en el tren o no. Esa forma de viajar ya casi no la practico. Pero aún, en ciertos momentos, me dejo arrastrar por la espontaneidad, por la improvisación, por el “todos los sitios son buenos, la cuestión es viajar, el dónde no importa tanto”. Con los años me he vuelto más metódico, más planificador, más miedoso, más paranoico. Por eso me siento tan aliviado cuando por fin me dejo caer en mi asiento, porque he superado lo más difícil: los preparativos y las dudas del viaje. Y ahora todo es cuestión de tener un poco de paciencia, esperar que el tren arranque y dejarse llevar. Y si va todo bien, cuando nos demos cuenta ya estaremos otra vez disfrutando de ese placer que creíamos perdido, el placer de viajar.


Que ahora yo esté a punto de empezar un viaje a Zaragoza y Canfranc se debe a mi deliberada lentitud para comprar un billete para Zamora, que era la primera opción que tenía en la cabeza. Pero he dejado pasar varios días y los trenes a Zamora (con trasbordo en Valladolid) se han ido llenado. Pese a todo no me ha supuesto demasiada decepción, porque mi plan B era volver a Canfranc, a ver cómo van las obras en la estación, y a volver a viajar en un tren que siempre es garantía de un viaje fantástico y que me trae muy buenos recuerdos de juventud. Supongo que debía optar por visitar sitios que no conozco, en lugar de volver a los ya conocidos, pero a veces es necesario hacer una pausa, mirar para atrás, ver de dónde venimos y hasta dónde hemos llegado. Enfrentarnos a nuestro pasado. Volver a los tesoros de la juventud, y a los problemas de la juventud. Y descubrir que extraños efectos tiene el paso del tiempo sobre nuestros recuerdos.


Y por eso mismo, ahora, mientras espero que el tren salga de la estación, empiezo a repasar muy brevemente los otros viajes que he hecho últimamente en este mismo regional. Estas navidades me fui a Salamanca, pero primero tuve que hacer noche en Zaragoza, en el mismo hotel donde voy a dormir hoy. Después, en Pascua, volví a Zaragoza otra vez, pero con destino a San Sebastián. Esto hacen dos viajes de ida y dos de vuelta. Y en unos minutos empezaré mi quinto viaje en el regional Valencia-Zaragoza. Solo que en este viaje, lo intuyo enseguida, está pasando algo extraño: el vagón va casi lleno. Y de repente alguien comenta algo sobre las fiestas del “Torico” y me doy cuenta de que son justo ahora. Eso lo explica todo, pero es un fastidio. Es un fastidio porque sé lo que pasa en estas fiestas: montones de jóvenes escandalosos y juerguistas, que gritan y beben (o ya suben directamente borrachos) y lo dejan todo lleno de basura. Por eso, en el último momento, antes de que el motor se encienda y se cierren las puertas, se suben al tren dos Guaridas Jurados. Y me parece bien. Sé lo que pasa en estos viajes.


No, no penséis que soy un viejo cascarrabias. Yo mismo he viajado, de joven, en trenes llenos a rebosar, camino de las fiestas de El Pilar. Pero no iba borracho. No iba asquerosamente borracho. ¿Cómo puede ir la gente borracha DE CAMINO A LA FIESTA? Si fuera de vuelta, aún sería comprensible. Pero si de buena mañana y sin haber llegado a tu destino ya vas borracho, ¿cómo irás cuándo llegue la noche y ya lleves horas y horas de juerga? Pues esto es lo que ocurre cuando el tren se detiene en Sagunto y suben un gran cantidad de jóvenes de ambos sexos, vestidos adecuadamente para la fiesta (con el mismo uniforme que las fiestas de San Fermín, ropa blanca y pañuelo rojo). Y aunque la mayoría van solo “contentitos”, veo con desagrado pero ninguna sorpresa que hay un par (al menos) en mi vagón que ya ni se pueden tener en pie. Los Jurados se acercan a ellos. No intervienen. Se limitan a los mirarlos severamente. El viaje será largo, mejor no gastar energías que luego pueden hacer falta. Intento tomármelo con resignación, pensando que se bajarán en Teruel. Para cuando lleguemos, el servicio dará asco, eso como mínimo. Y que no pasen cosas peores…











Día Dos. Zaragoza-Canfranc-Zaragoza


6.47 de la mañana. Llevo veinte minutos sentado en mi asiento. El cristal limpio. Pero un ruido horrible y bastante calor, aunque, como pasa siempre, según en la parte del tren en la que estés. En algunos coches hace más calor que en otros. Nunca sé realmente porqué. El tren casi vacío. Es lógico. 

Son las 6. 49, llevamos un minuto de retraso. 

Las 6.50, aún no hemos salido.

6.51… ¡¡Nos vamos!! Hace muchos años que no subo a Canfranc en tren. La última vez pasé en coche, con mi familia. Fue hace unos cinco años. Así que no he visto nada de lo que han hecho últimamente, la nueva estación, la reforma de la vieja estación para convertirla en hotel, todo eso… He visto fotos en el ordenador. Me da un poco de miedo. Han quitado muchas vías. No sé qué pasará con los viejos almacenes. La mayoría de los viejos vagones destartalados ya no están. Y los que quedan los han cambiado de sitio… Ahora la inmensa explanada se está llenando de calles, y supongo que después de las calles vendrán las casas… No tengo claro lo que voy a ver. No sé si me va a gustar. Creo que no. Lo entiendo. Pero a mí me gustaba el Canfranc de siempre, el salvaje, el abandonado, el olvidado… Aunque ese Canfranc no tenía futuro. Las estaciones abandonadas se estropean rápidamente. Nadie arregla las goteras, ni las grietas. Al final el techo se cae. Los muros se caen. Todo se cae… ¿Y el nuevo Canfranc, el del hotel de lujo, de las calles anchas y rectas donde antes descargaban los trenes que venían del otro lado del túnel? Este Canfranc del futuro empieza a existir ya, mientras el Canfranc del pasado todavía no quiere morir. Y en eso estamos… Es una lucha dura. Se puede ganar. La cuestión es a qué precio…


Mi tren pasa una serie de estaciones subterráneas: Portillo, Goya, Miraflores… Son paradas cortas y no suben muchos pasajeros. Y salimos del túnel y por un momento, al cruzar el río, se ven las torres de la Basílica del Pilar. Hace años, cuando iba a Lérida por esta misma vía (hasta el desvío de Tardienta), siempre intentaba hacerle una foto. Es una imagen muy hermosa. Y cuando está amaneciendo o atardeciendo, es mucho más que simplemente hermosa: es una maravilla, el río dorado, los colores del cielo, la elegancia de las torres… No siempre se puede hacer una buena foto. No desde un tren en marcha. Pero si hay suerte, la foto es estupenda. Una de esas fotos que por si solas ya valen el viaje.


He dormido poco. Me duele la cabeza. Ayer vine en el regional desde Valencia. Son las fiestas en Teruel y el tren iba hasta los topes de gente que iba a las fiestas. Me gusta ver los regionales llenos, pero no me gustan los borrachos escandalosos y guarros. No puedo decirlo de manera más suave… Ahora el tren está ocupado por los pasajeros normales de este tipo de tren: algún turista, gente de la zona, viajeros de distinta clase y condición. Por suerte no tengo nadie sentado al lado, ni enfrente, y al cruzar el puente sobre el Ebro me lanzo a disparar la cámara como un loco. Luego reviso las fotos. La primera ha salido borrosa, la segunda no se llega a distinguir la Basílica, pero la tercera ha salido bien. No es la mejor que he hecho, porque el cristal reflejaba mucho (ya ha salido el sol, y hay demasiada luz, antes de salir de Delicias aún era de noche, me he perdido el amanecer mientras cruzábamos la ciudad por debajo), pero es una foto buena, otra foto más para mi colección de fotos de mis viajes en tren. Y para mis fotos de Zaragoza, que siempre es un lugar especial, un lugar lleno de recuerdos, un lugar dónde cada imagen tiene la fuerza de arrastrarme hacia un pasado que parece muy lejano y que sin embargo está muy presente. Aunque hoy no quiero hablar de recuerdos. O aún no, porque en este viaje será muy difícil esquivar sus trampas.


Los viajeros que han subido en las otras estaciones de Zaragoza (menos la de Delicias), no tienen billete. Se lo compran directamente al revisor, como pasa siempre en los buenos regionales. Cerca de mí, un hombre le dice al revisor que va a bajar en Villanua. El revisor pone mala cara. No dice nada pero se le nota. No pensaba parar en Villanua. Es una parada facultativa, una parada donde casi nunca se detiene el tren, porque casi nunca hay algún viajero que quiera bajar o subir. El revisor debería alegrarse de tener un viajero que quiera usar esa parada, pero su gesto no es precisamente de alegría. Y ya digo, no dice nada, pero se le nota. 


El tren entra en Villanueva de Gallego y reduce velocidad. De repente veo una estación vieja al otro lado de las vías. Me pilla despistado, estaba medio dormido, y no me da tiempo a sacar la cámara y enfocar. No pasa nada. Esta tarde volveré a pasar por aquí. Entonces volveré a intentarlo. Con Zuera tampoco tengo suerte, porque aquí el tren no se detiene. Me empieza a dar el sol y me cambio de sitio. Ya casi estamos en Huesca. Vamos sin retraso, hemos recuperado los minutos perdidos en Zaragoza.


Por lo visto también son fiestas en Huesca. Fiestas de San Lorenzo, si no recuerdo mal. Estuve aquí hace muchos años, con amigos de otras partes de España. Nos quedamos varios días en un camping. En Valencia tengo un pequeño poster con el cartel anunciador, lo guardo con otras postales y entradas de conciertos y papeles de aquellos años. Creo que fue el año 91, pero lo tengo que comprobar. En todo caso si no fue el 91 sería el 92. Así que tenía 22 años como mucho. Era un crío… Un crío que empezaba a vivir fuera del nido familiar, fuera del control de mis padres, pero con mucho miedo, sin alejarse demasiado de la seguridad de lo conocido.


Pasa lo mismo que ayer, suben jóvenes que vienen de fiesta, muchos jóvenes, y son muy ruidosos. Aunque no van borrachos. Uno dice: “Voy a dormir hasta Canfranc”. Por desgracia los demás no tienen ninguna intención de hacer lo mismo. Me cambio de vagón.

No quiero escuchar sus conversaciones. Ni saber nada de ellos. Hay veces que tengo curiosidad por los demás viajeros. Y hay veces que preferiría estar solo. Hoy estoy en “modo antipático”. Es el dolor de cabeza. Luego me tomaré algo.


En el hotel me han preparado una bolsa de “picnic”. No está mal. Como el desayuno estaba pagado pero era demasiado pronto (¡las seis de la mañana!), me han dejado la bolsa en recepción. Todavía no tengo a nadie sentado a mi lado, y puedo comer tranquilamente, sin problemas de espacio, sin tener que estar pendiente de no darle con el codo a ningún pasajero cuando me muevo para sacar una botellita de agua. Ya hemos salido de Huesca y el tren se mueve muy lento, por culpa de la vía que no parece estar en buen estado. A mí no me importa lo más mínimo. No tengo ninguna prisa. Mi única queja me viene al comprobar que cambiarme de vagón no parece que haya ha sido buena idea, porque hemos sustituido a los jóvenes gritones por el típico niño llorón. Es pequeño, casi un bebé. Se dormirá pronto. Y más con este “meneo”. Casi parece que vamos a descarrilar de un momento a otro.


 Pasamos por Plasencia. No la de Extremadura, la otra “Plasencia”. Una vez, hace muchos años, un amigo mío que se había quedado dormido al salir de Zaragoza, se despertó justo aquí y cuando leyó el letrero de la estación se quedó de piedra, sorprendido y asustado. “¿Cómo qué Plasencia?”, se preguntó. Pero no, no se había equivocado de tren. No se había ido hasta Cáceres. Seguía en Aragón, en concreto en la llamada “Hoya de Huesca”, una comarca llana y seca, pero con unas montañas elegantes y altas cerrando siempre el horizonte por el Norte. Son las primeras sierras de los Pirineos. Allí está, por ejemplo, el castillo de Loarre, que se puede llegar a distinguir desde el tren si te fijas muy bien, porque está muy camuflado entre las rocas, muy mimetizado con el entorno.


Miro a los pasajeros, además de la mujer con el niño (que por suerte ya no llora), tenemos a una pareja de ciclistas. Luego dos jóvenes, delante de mí, chico y chica, que son novios y actúan como novios, es decir, que el chico no para de acariciarle las piernas a la chica, a decirle cosas al oído, y se besan de vez en cuando, todo eso que hacen los novios en un vagón, cuando saben que los pueden ver y que no pueden hacer más cosas de las que les gustaría hacer (y que supongo que harán en cuando lleguen a su destino, que luego averiguaré que será el pueblo de la chica). Me preguntó que les pasará en el futuro. ¿Olvidarán los momentos de cariño y de deseo? Y en esto llegamos a Riglos.


¡Riglos! ¿Qué se puede decir? No se puede contar, hay que visitarlo. Salimos de los campos de secano y de pronto el tren se mete por un desfiladero. Túneles y puentes, y el río debajo, un río furioso que muchas veces se llena de gente haciendo piragüismo o rafting. El lugar es tan espectacular que todo el mundo se levanta y hace fotos. Es imposible no hacerlo.
















(Al pasar por Riglos, todo el mundo haciendo fotos y mirando por la ventana, hasta el revisor se convierte en improvisado “guía turístico” y les va diciendo a los pasajeros dónde pueden hacer la foto buena y qué están viendo o qué pueden ver. “Ahora no hay gente bajando por el río, es pronto todavía”, le oigo decir, y tiene razón, en un rato se llenará de balsas con gente remando y evitando chocar contra las rocas y volcar…)


Ahora estoy en un bar de Canfranc. Desde Riglos ya no he escrito nada. Primero porque el tren se movía tanto que se hacía muy difícil escribir correctamente. Y luego porque el paisaje era tan increíble que no podía despegar los ojos de la ventana. En un rato hemos pasado de las tierras llanas de Huesca hasta las cumbres más agrestes de los Pirineos. Desde Jaca hasta Canfranc, el tren avanza por una ladera rocosa y empinada. Hacen falta muchos túneles y puentes, y entre ellos pasamos por un bosque que sube hasta las cimas, que ahora no tienen nieve. Al fondo del valle, junto al río, hay prados y algunas casitas. Uno no quiere llegar a Canfranc, porque no quiere que termine el viaje. El cansancio y el sueño, hasta el dolor de cabeza, desaparecen al mirar un paisaje tan hermoso. He hecho un montón de fotos, claro está. Y luego tengo que estar un rato mirando y borrando, porque, con el movimiento del tren, hay bastantes que salen mal. Pero las que salen bien son una maravilla. No es mérito mío, de eso nada, el mérito es todo de la naturaleza, que ha colocado esas montañas tan fantásticas al otro lado de la ventana de este tren. 


Por lo demás ya llevo varias horas aquí, en Canfranc Estación. Y todavía me queda un buen rato hasta el tren de la tarde. En el bar me tomo un zumo de naranja embotellado. Está bueno, pero lo extraño es que el zumo viene de Canarias, es decir que literalmente esta pequeña botella ha cruzado todo el país para llegar a este bar. ¿Qué no tenían otros zumos de naranja más cerca?


El bar es el bar de un hotel, por cierto. Estoy haciendo tiempo hasta que abran el restaurante, porque voy a comer aquí. Me queda media hora, así que saco la libreta y escrito. Tengo que decir que ya he visto la estación, las obras de la estación, lo que han hecho nuevo y lo que han quitado, y hasta me he dado una vuelta por las calles del pueblo, y me he metido en una librería que he visto abierta. Y por supuesto, como no, me he acercado a la entrada del túnel. De manera que ya está todo hecho. Y aún no son ni las dos del mediodía. Mi tren de vuelta sale a las seis menos diez de la tarde. Puedo leer un libro o darme otra vuelta, escribir o andar por las sendas que rodean el pueblo. Tengo tiempo de sobra para todo eso y más. ¿Al final me voy a aburrir? Intentaré que no, pero la verdad, es lo que tiene este horario con solo dos trenes al día, uno de subida y otro de bajada. La parte buena es que puedo comer muy tranquilamente, y hasta tumbarme un rato debajo de un árbol, sobre la hierba.


Vamos por partes, primero hay que comer. Luego ya veremos. Y para poder comer tienen que abrir el restaurante… Como aún quedan diez minutos me pongo a repasar las fotos que he hecho. Llevo dos cámaras, como siempre. Pero además he hecho algunas con el móvil. De manera que son bastantes fotos. Casi todas son de la estación y de sus alrededores. Aún no han terminado las obras. La nueva estación es sencilla, pero me gusta. Cumple con su función. Al salir te encuentras lo que serán calles y jardines, pero que aún no son más que un solar vallado o una calle a medio asfaltar. La vieja estación está rodeada por otra valla. Se nota que están trabajando dentro, hay máquinas y montones de arena o filas de ladrillos, en fin, todo eso que dejan los obreros cuando están metidos en una obra. Pese a todo la fachada de la estación está restaurada, limpia, pintada. Está bonita. No son las viejas paredes decrépitas que estaba acostumbrado a ver. Cuando el hotel funcione, intentaré visitarlo. Será un hotel caro, me temo. Aunque seguro que merece la pena. Lo que encuentro a faltar son las vías llenas de maleza, y con los vagones abandonados. Todo eso ha desaparecido. Y no volverá nunca. 


Guardo rápido la cámara porque acaban de abrir el restaurante. Me siento en un rincón. Tengo una gran foto de la estación en la pared. En otra pared hay otra foto igual de grande, pero es una vista aérea de todo el pueblo. Son en blanco y negro. La de la estación la hicieron un día que había nevado. Me gusta y le hago una foto. Luego espero a la camarera. A los pocos minutos me doy cuenta de que este es uno de los que yo llamo “restaurantes lentos”. Son restaurantes en los que hay pocos camareros o los camareros que hay nunca van estresados, se lo toman todo con mucha calma, sitios en donde te hacen esperar para todo, incluso para pagar te hacen esperar un buen rato. Esos restaurantes me fastidian, porque yo normalmente como con prisa, o con poco tiempo para perder. Hoy no tengo ninguna prisa, desde luego, de manera que intento tomármelo con resignación. Pasan cinco minutos y no ha aparecido nadie. Ni siquiera ha vuelto la camarera que había abierto la puerta del restaurante. ¿Dónde está? Al rato descubriré que los mismos camareros y camareras que llevan el restaurante, también continúan llevando el bar, y solo son dos. Solo dos. De manera que si no pasan por el restaurante es porque tienen mucho lío en el bar, y al revés. Y por supuesto en la cocina pasa lo mismo, no sé cuántos cocineros habrá, pero tienen que preparar platos para los dos sitios. 


Aparece por fin la camarera y me deja el menú. Es un primer paso, ahora solo falta que vuelva pronto para tomarse nota de lo que quiero comer. Tengo hambre, esa es la verdad. Hasta ahora yo era el único cliente del restaurante, pero justo hace un momento han entrado cuatro personas y se han sentado en una mesa cercana. Son dos padres ancianos y sus dos hijos “de edad adulta”. O eso es la primera impresión que tengo. Tal vez los que he considerado sus dos hijos son en realidad un hijo y su mujer, o una hija y su marido. No podré saberlo hasta que no empiecen a hablar. Los tengo suficientemente cerca como para escuchar su conversación. Mientras los observo discretamente, aparece un señor que dice (ha tenido suerte, justo pasaba una de las camareras) que tiene reservada una mesa para ocho. Eso me fastidia. Yo aún no he pedido mi comida y el restaurante ya se está llenando. A más clientes, más lentitud, eso es inevitable.


Estoy empezando a ponerme nervioso. En realidad, me repito, no tengo ninguna prisa. Pero hambre sí. Por un momento me planteo la posibilidad de irme a otro sitio. Y de repente aparece una camarera y se dirige rauda y veloz hacia mi mesa. Pido mi comida.

Bien, aquí nos quedamos. Que sea lo que Dios quiera.


La ventaja de llegar el primero al comedor es que me puedo sentar en el rincón más discreto, para observar sin ser observado. Me traen una crema de calabaza. Está muy caliente, pero buena. También un poco de pan, muy tierno. No sé lo que se refería este aviso que he leído en la carta: “Si se comparte menú suplemento de 5 euros”. Tengo curiosidad por conocer la respuesta que me daría la camarera, pero me abstengo de preguntar. Pasa tan pocas veces por mi lado, y con tanta prisa, que mejor no hacerle perder el tiempo en preguntas que en el fondo no tienen la menor importancia. Aunque la experiencia me dice que a veces son esas preguntas, aparentemente intrascendentes, las que abren una puerta a una dimensión desconocida. Lo dejaremos para otra ocasión, pese a todo.


Aparece un nuevo camarero, joven. Su ayuda no vendrá nada mal. Por desgracia, parece que tiene un problema auditivo. O eso o que le he pillado completamente absorto en no sé qué pensamientos. La cosa es que le pido que se lleve el plato de crema vacío y que me traiga el segundo y él asiente con la cabeza, coge el plato y avanza unos segundos, y luego, inesperadamente, se gira, se vuelve hacia mí y me pregunta, extrañado: “¿Quiere que le traiga otra crema de calabaza?”. Pues no, evidentemente que no. ¿Para qué puñetas quiero otra crema de calabaza? Lo que quiero es el segundo plato, el que le he pedido a la camarera que me ha tomado nota. Creo que no es difícil de entender, ¿verdad? No me enfado, pero me quedo muy sorprendido. Y menos mal que ha dudado y se ha vuelvo a preguntarme, que si no al rato lo veo aparecer con otra crema de calabazas… 


A todo esto, mientras ocurre este insólito incidente, en la mesa más cercana a mí, casi tocando la mía, se sienta una familia. Hasta ahora este espacio estaba libre pero el comedor se ha ido llenando y llenando de tal manera que creo que ya no queda ninguna mesa por ocupar. Más gente implica más clientes que atender para solo tres camareros (y uno que más que ayudar, molesta, no es que tenga nada contra él, pero para este trabajo hay que ser rápido y estar atento, y este chico no parece estar en las mejores condiciones para hacerlo), de manera que supongo que todavía voy a estar aquí dentro un buen rato. No tengo prisa. Por tanto no debería ponerme nervioso, pero no puedo evitar que estas cosas me pongan nervioso. Para intentar distraerme, continuo con mis observaciones de antropólogo aficionado…


De la familia que tengo a un metro escaso, a mi derecha, lo primero que me llama la atención es el comportamiento del hijo. Son tres, padre, madre e hijo. El padre mira el móvil, la madre espera tranquilamente. Su actitud no cambiará en toda la comida. Es como si no le importara demasiado nada de lo que pasa a su alrededor. El hijo, de unos veinte años, es pianista. Es evidente que es pianista, supongo que aún en el conservatorio, porque todo el rato está tocando un piano invisible con las manos. No las mueve a lo loco. Está ensayado mentalmente, muy concentrado con lo que hace. Ignora por completo a sus padres. Se diría que tiene un concierto a la vuelta de la esquina y está dándole un último repaso a la obra que tiene que interpretar (un repaso mental, ya digo, porque no hay partitura, ni piano, solo la mesa de madera que golpea silenciosamente, es decir, que prácticamente no llega más que a rozar, mientras mueve los dedos a gran velocidad). ¿Será un concierto de final de curso? Estamos en Julio. Es hora de acabar en el conservatorio, si es que aún está ahí. Su edad es indeterminada, he dicho antes veinte años, pero lo mismo son veintitrés o veinticinco. 


¿Cuándo acaba uno los estudios de piano? No lo sé, pero sé que son largos, de muchos años.  Intento recabar más información, pero los padres hablan muy poco. Y con él, menos todavía. Su padre le dice, en tono neutro: “No se habla de trabajo en la comida”. No sé si pretende ser una broma, porque el hijo no está hablando, sino tocando una música imaginaria. Está tan concentrado en su ensayo, que continua a lo suyo como si nada, ni siquiera levanta la cabeza un momento. El padre no se lo toma a mal. Se pone a hablar con su mujer… Y resulta que habla… ¡de trabajo! Está comentando un mensaje que le ha llegado al móvil. Y por la conversación resulta evidente que es profesor y que el mensaje es del padre o la madre de algún alumno suyo. No escucho el mensaje en cuestión, pero la madre interviene y dice “Está bien que agradezcan tu trabajo”. En los minutos siguientes continúan hablando de lo mismo, pero no los entiendo bien (hay mucho ruido, porque el restaurante se ha llenado) y lo único que saco en claro es que la madre también es profesora. ¿De qué? No lo sé. Me entra la curiosidad y me quedaré sin saberlo, porque les llega la comida que han pedido y se interrumpe la conversación. El hijo deja el piano y se pone a comer. ¿Si supiera de música, podría averiguar por los movimientos de sus dedos, qué pieza estaba tocando?


Salgo del restaurante dos horas después. Ha sido una comida muy larga. Y bastante cara, porque el precio final ha sido cinco euros más caro de lo que costaba el menú. Veo que me han cobrado, además del café (cosa lógica en algunos sitios, donde te avisan que no entra en el menú), tres euros por un refresco, cuando yo no he pedido otra bebida. Es decir, que la bebida que he tomado no está incluida en el menú, pero tampoco he tomado ninguna otra bebida, que sí debía estar incluida en el menú (¿o este menú no incluye bebida?). No he discutido. Me parece totalmente inútil discutir con un camarero por unos cuantos euros. Simplemente me parece que son un poco avaros, porque cobrarme la bebida fuera del menú me parece un gesto muy feo, y más cuando no han avisado, porque lo mismo si me avisan me pido una botella de agua en lugar de un refresco. Estas cosas hacen que ciertos sitios se vayan directos a la lista negra, a la lista de lugares donde no pienso volver.


Miro el reloj. Aún faltan dos horas y pico para que salga el tren. Buscaré un sitio para leer o un parque donde tumbarme un rato en la hierba. Empiezo a estar cansado. 


El tren de la mañana está en la misma vía. No se ha movido. No veo a nadie en la nueva estación. Me pregunto donde estará el revisor, porque no creo que se haya ido de regreso a Zaragoza. De modo que debe andar por el pueblo. ¿Y el maquinista? Pues lo mismo. Debe andar por aquí cerca.


















El regional de vuelta sale de Canfranc a las 17.50 de la tarde. Aparece el maquinista y abre las puertas. Entro y me siento. Son las 17.29 y de momento soy el único viajero. ¡¡El único!! El andén está vacío. El tren está vacío. Sé que a las 16.30 hay un autobús que baja a Zaragoza. ¿Todo el mundo se ha ido en autobús? De repente aparecen dos personas, se suben al tren… Bueno, pues ya somos tres pasajeros, algo es algo. ¡Espera! Aparece un grupo bastante numeroso de personas, son mayores, jubilados de excursión o algo así. Y también suben al tren. Con esto ya casi llenamos medio vagón. Pero a los pocos minutos algunos se bajan. Por lo visto solo iban a despedir a sus amigos.


Y entonces sucede algo muy inquietante…Faltan diez minutos para que salga el tren y uno de los hombres del grupo no encuentra su cartera. “La documentación”, le oigo decir. Por lo visto se la ha dejado en el hotel, o en alguna casa. El hombre mira a la señora que está sentada a su lado, que resulta ser su esposa, y le dice preocupado “¿Y ahora qué hago?”. La mujer se enfada con él, por supuesto. ¡Cómo ha podido olvidar la cartera! El problema es que quedan menos de diez minutos para que salga el tren. Todos los pasajeros escuchan los reproches y las quejas de la mujer. Mientras tanto el hombre, que se ha puesto a hablar por teléfono, cuelga y le dice a su mujer “que me la va a traer, que estaba en casa”. Dicho lo cual, el señor, tan tranquilamente se baja del tren. La mujer se queda muy enfadada, hablando con los otros pasajeros que iban con ella. Pasan unos minutos, me entero que la hija del hombre está viniendo a la estación, y el hombre ha bajado del tren para ir a su encuentro. La cosa se pone interesante, porque el tiempo corre…


¿Y si es un truco?, pienso de pronto. ¿Y si el marido se ha dejado la cartera a propósito, porque quiere perder el tren? En ningún momento lo he visto demasiado alterado. No desde luego, tan alterado como su mujer. Simplemente se lo ha tomado con resignación, como si estuviera acostumbrado a perder cosas. Por eso no se ha molestado ni en indignarse ante las furibundas críticas de su señora esposa. De modo que tal vez, en el fondo, quiere perder el tren… ¿Y por qué? Pues es más que evidente… ¡Tiene una amante! Por supuesto. Solo puede ser eso… ¡Tiene una amante! Aquí, en Canfranc, en alguna de las casas del pueblo, o en una habitación de un hotel. En ese caso el plan le está saliendo bien… 


Pero de repente hay un giro inesperado del guion, la mujer se levanta, gritando y quejándose, cada vez más alto, cada vez más colérica, y coge la bolsa de viaje y se acerca a la puerta del vagón. Parece que va a bajarse también. Su amigos están divididos. Algunos lo entienden, otros no. La mujer se detiene. No lo tiene claro. Mira y no ve a su marido. Grita, se queja, se lamenta. “Este hombre me va a matar”, cosas así. Está muy alterada, como es lógico. Ya es la hora de salir. En cualquier momento el tren se pondrá en marcha. El marido no vuelve.


Aparece el revisor. La mujer le explica lo que pasa. El revisor habla con el jefe de estación. El jefe de estación se acerca a la cabina y habla con el maquinista desde el andén.

La mujer le grita a alguien al otro lado del teléfono: “Vale, es que lo mato, no puedo más, es que ya no puedo, es que está atontao perdido”. Debe estar hablando con la hija. ¿Pero la hija no se estaba acercando a la estación? Todos los pasajeros estamos pendientes del caso. ¿Volverá el marido? ¿Le dará un infarto a su mujer? Esperemos que no a lo segundo… Pero ella no para de repetirlo… “Me da algo, a mí me va a dar algo”. Vuelve a entrar al vagón. Vuelve a salir. No puede estarse quieta… 


Si el marido tiene una amante, el plan se le acaba de chafar, porque la mujer se baja del tren. Pero entonces aparece corriendo el marido… Ya pasan dos minutos. Todo el tren lo está esperando. ¡¡Y sube!! Sube al vagón, jadeando, sin poder hablar… Pero con la documentación en el bolsillo. ¡Por fin! Nos vamos… Todos contentos, todos felices. Menos la mujer, la pobre esposa, que aún está nerviosa. Aunque poco a poco se le irá pasando. Se sienta y se pone a mirar el paisaje. Yo también. Todos, en realidad, todos miramos el paisaje… ¡Cómo no vamos a mirarlo! Nada más salir de la estación nos metemos en un túnel, y al salir del túnel delante de nosotros no hay más que frondosos bosques y altísimas montañas. Es un paisaje que ya conozco, pero que nunca me canso de ver. 


Lentamente nos acercamos a Jaca. Y el tren se va llenando poco a poco en cada parada. Suben dos jubilados en Castillejo-Pueblo. Ella va con muletas. La estación queda lejos del pueblo, así que alguien los ha tenido que traer en un coche. En realidad todas las estaciones quedan lejos de los pueblos, están perdidas entre el bosque y los acantilados rocosos. Cuando llegamos a Jaca, el andén está lleno. Pero no todos suben. Algunas personas solo están viendo pasar el tren, o esperando a algún viajero. De todas maneras, si por un momento pensé que el tren iría casi vacío, ahora veo que no. Mi vagón ya tiene casi todos los asientos ocupados, aunque por suerte a mi lado aún no va nadie sentado. Delante de mí tengo a una pareja joven con un niño muy pequeño. Ella es inglesa o americana. Él es español, aunque habla bastante bien el inglés. El niño juega y se mueve mucho, pero no molesta. Chilla porque está aprendiendo a hablar. Emite sonidos extraños. Se ríe y mueve los brazos. Mira por la ventana y mira a los pasajeros. Está contento y lo expresa a su manera.














Cruzamos con otro regional en Sabiñanigo. Supongo que irá hasta Jaca, porque  Canfranc se queda sin tren hasta mañana. Suben más pasajeros. Le oigo decir al revisor que en este vagón “se está más fresco”. Un pasajero entra y lo confirma: “En el último vagón hace más calor”. El pasajero ha dicho “vagón”. Pero el revisor ha utilizado justo la misma palabra. ¿Le digo que tiene que sustituirlo por “coche”? No, por supuesto que no, él sabe perfectamente lo que tiene que decir; y sin embargo dice “vagón”, y yo recuerdo que hace meses me llamaron para participar un minuto en una llamada en directo en un conocido programa de la radio, precisamente hablando de este tema. Y eso me hace gracia, por supuesto, porque yo dije que desde luego lo correcto era “coche”, pero sigo diciendo (y escribiendo) “vagón”, porque los vicios del lenguaje son muy difíciles de quitar y porque a veces me gusta llevar la contraria a todos los “puristas” del mundo, en este asunto o en otro, que un poco de heterodoxia nunca viene mal..


Por una vez el aire acondicionado parece estar en la temperatura justa. El tren solo tiene tres vagones, así que estoy en el bueno. Ni calor ni frio, se está bien. Pasamos por una zona muy agreste, sin pueblos, sin casas, solo bosque de pinos. El paisaje se vuelve monótono y yo miro a mis vecinos. El padre sostiene al niño por arriba del asiento. Yo estoy delante de él y claro, me mira y me sonríe. Y le devuelvo la sonrisa. Es imposible no sonreírle. Pero intento no despistarme porque quiero hacer fotos a las estaciones que vamos a pasar. Además de unas pocas vistas del pico Guara, que queda algo lejano. A la ida no he podido hacerle una buena foto. Hace muchos años, con veinte añitos, subí por primera vez a este pico, que toca los dos mil metros. Salimos andando desde Aineto, un pueblo que estuvo abandonado y luego fue “recuperado” por un grupo de jóvenes, que en un principio formaron una comuna hippy, aunque cuando fui yo esa comuna ya era historia. Andamos dos días para llegar a la montaña. Y luego dos días más para volver al pueblo. Durmiendo en pajares y en refugios de montaña. Con la mochila por los bosques y las antiguas sendas, que a veces se perdían en la maleza o en los barrancos y nos hacían tener que buscar un camino alternativo. Era otra vida y yo era otra persona. De todo eso quedan unas pocas diapositivas y muchos recuerdos. 


Por unos segundos me olvido de lo que pasa en el vagón, hasta que veo como el niño, jugando, agarra con tanta fuerza el pelo de su padre que le hace daño. Es lo que tienen los niños. No controlan su fuerza. Si cogen algo, lo cogen bien cogido. “No como los adultos, que siempre vamos con miedo”. Pienso. Ahora se mete un dedo en la boca y se lo muerde. ¿Le estarán saliendo ya los dientes? Luego se pondrá pesado porque tendrá sueño. Buscará a su madre y al final se dormirá. Y mientras el tren llega a una estación perdida en medio del bosque, y en el andén hay unos veinte chavales, todos con su mochila. Vaya… Un grupo que viene de acampada. ¡¡Cuánto tiempo!! ¡¡Y cuántos recuerdos!! Otra vez vuelvo a mi propio pasado, a las acampadas y los campamentos. Y mientras los observo con curiosidad y envidia… Son adolescentes. Van con algunos monitores un poco más mayores que ellos. Los veo hablar, reír, bromear, meterse como pueden en el tren, quedarse de pie en el pasillo. ¡¡Cuantas veces yo he hecho lo mismo!! 


Llegamos a Riglos. Los pasajeros se ponen a hacer fotos. Lógico. Es imposible no hacerlo. Este sitio es fantástico.














En Huesca nos van a enganchar a otro tren. Por un momento el vagón se ha vaciado pero rápidamente se ha vuelto a llenar. El revisor nos pide que nos sentemos, porque “Vamos a hacer una maniobra”. Pues sí, el tren se mueve muy violentamente. Un golpe que si te pilla despistado te lanza contra otro pasajero. Por un momento parece que hemos chocado contra algo, o que otro tren ha chocado contra nosotros. Menos mal que nos ha avisado… Nadie resulta herido, nadie se asusta. Aunque hay una consecuencia… el niño, que estaba dormido, se ha despertado con el golpe. Y se pone a llorar. Su madre lo abraza. 


“La semana que viene hay fiesta de época en Canfranc”, le oigo decir a una señora. Se refiere a que todos se vestirán como en los años veinte, cuando se inauguró la estación. Estaría bien volver, la verdad. Aunque me temo que tendré que verlo en internet. Y eso me recuerda que esta mañana, cuando estaba junto a la entrada del túnel, me he encontrado con un grupo de turistas que iban con una guía del ayuntamiento, y la guía les estaba contando que hacían “recreaciones históricas”. Esto es algo nuevo. Hace años ni había grupos de turistas conducidos por personal especializado y contratado por el ayuntamiento, ni había fiestas “de época” ni había nada de nada, solo una inmensa estación abandonada. Y está bien. Me parece muy bien. Canfranc tiene mucho potencial turístico. Los pueblos tienen que buscar sus recursos y sus maneras de seguir vivos, de no perder población, de generar ingresos. Esta mañana también he entrado en una papelería y he visto que tenían bastantes libros de historia local. “Todos dicen lo mismo”, ha comentado el librero. “El oro de los nazis, la Segunda Guerra mundial, los judíos que escapaban, la Resistencia…”. Pues muy bien. Me parece muy bien. Si el sitio tiene mucha historia,  hay que recuperarla. Y si esto acaba por dar trabajo de un modo u otro, entonces mejor aún. Y dentro de poco estará el hotel de la estación terminado, y vendrán más turistas. ¿Al final serán demasiados? No sé. Es un peligro, es verdad. Veremos que pasa.













Día tres: Zaragoza-Valencia.


“Vete a la playa un rato”, le dice la señora a alguien, justo cuando vuelvo al asiento. He estado hablando un rato con el revisor porque una pasajera se ha cargado la puerta del servicio. Resulta que no podía salir, no sé porque. De repente me veo unos dedos apareciendo por una rendija minúscula, haciendo fuerza. Es una puerta de las modernas, de esas que se cierran automáticamente. Al final, a lo bruto, ha abierto la puerta y ha salido del baño, pero al hacerlo ha estropeado el mecanismo de cierre y apertura. Y ahora la puerta no va. Pulsas el botón y no se mueve. En los servicios viejos, que tenían puerta manual, no pasaba esto. Pero este es uno de estos servicios amplios, para que entre una silla de ruedas, y tiene una puerta circular y moderna, que por lo visto había dejado encerrada a la señora. Yo siempre intento ir al servicio antiguo, más pequeño y menos elegante, pero donde no corres el peligro de quedarte encerrado (a no ser que se estropee el pestillo, que también puede pasar, aunque no es frecuente). La electrónica está muy bien, pulsas un botón y la puerta se abre y se cierra lentamente. Yo soy un antiguo, me gusta lo de toda la vida, abrir y cerrar la puerta con tus propias manos. Porque ahora nos hemos quedado sin servicio, y no hace ni una hora que hemos salido de Zaragoza. Sin uno de los dos servicios, rectifico, pero nos queda el antiguo, y es una suerte que este tren aún lo conserve.


El revisor, cuando le cuento lo que ha pasado, se enfada con la pasajera. No sé explica cómo ha podido romper el mecanismo de la puerta. “Dentro hay un botón por si te quedas cerrado”, me dice. Pues la señora no lo sabía, de modo que ha optado por introducir los dedos, empujar y empujar. Ha tenido que hacer mucha fuerza. Yo pasaba por ahí de pura casualidad. He visto salir a la señora, muy nerviosa, y me he quedado junto al servicio, porque en esa parte del tren no hay asientos y podía acercarme a la ventana para hacer una foto. Y en eso ha pasado el revisor y le he explicado lo sucedido. Y hay suerte, después de varios intentos y una llamada con el móvil al conductor, que le da algunas instrucciones, el revisor consigue arreglar la puerta.


Me cambio de vagón. Me voy al final del tren. El revisor me ve y se pone a hablar conmigo. Está pidiendo los billetes, pero con mucha tranquilidad. “Aquí hace mucho aire”, me dice. Es verdad, no sé porque, pero en la zona donde me he sentado se nota mucho el aire acondicionado. “Sí, pero tengo sitio junto a la ventana”, le contesto. Como el aire acaba siendo molesto, me pongo la chaqueta. 


Un rato después me levanto para dar una vuelta por el tren. Hemos pasado Cariñena y vienen las montañas. Quiero buscar otro asiento con ventana pero sin que te pegue el aire frio (no sé porque pero siempre pasa lo mismo con los aires acondicionados, sí, creo que ya lo he dicho antes, pero es que es algo que nunca falla, o no se nota o hace mucho frío, nunca está a la temperatura adecuada). Y al pasar por el servicio moderno me encuentro a un señor que quiere entrar y no puede. Por lo visto la puerta se ha vuelto a estropear. Y ahora parece que no había nadie dentro. Y justo en ese instante pasa otra vez el revisor, nos ve intentando abrir. Se acerca y con una especie de llave consigue abrir la puerta. “La voy a dejar abierta”. Sí, eso será lo mejor. Aunque claro, los pasajeros que lo usen… 


Vuelvo a pasar por delante de mi asiento oficial, es uno de esos que tienen una mesa delante. No me gustan nada, porque le tienes que ver la cara al pasajero o pasajera que se sienta delante de ti. Y en este caso me había tocado una señora mayor bastante antipática. Nada más sentarse, todavía en la estación de Delicias, ha pasado por delante una chica sin mascarilla. La señora la ha visto y rapidísimamente le ha echado una bronca bestial. “Ponte la mascarilla”, le ha gritado. A veces algún pasajero entra sin mascarilla, pero simplemente porque no sé da cuenta, porque en el andén no la llevamos ya, y luego, cuando se da cuenta, se la pone. Y no es grave, porque normalmente es cuestión de un minuto o dos. La señora no conocía de nada a esa chica, pero le ha pegado un grito muy agresivo. Y sinceramente, creo que la chica no lo había hecho a propósito, simplemente se había olvidado de ponérsela. De hecho, la pobre chica acacha la cabeza y se disculpa diciendo que no se había dado cuenta, pero la señora no cambia su actitud furibunda y le ha vuelvo a reñir con palabras violentas: “lo sabe todo el mundo”. Me entran ganas de intervenir. Ayer mismo yo me subí al tren sin mascarilla, y no lo hice deliberadamente, simplemente no me acordé de ponérmela. Y cómo el vagón estaba vació, no me acordé hasta que apareció el revisor con su mascarilla puesta. Y entonces me disculpé y me la puse, y el revisor no se enfadó ni me grito ni nada parecido. No como esta señora tan poco comprensiva y tan antipática, por mucha razón que tenga.


Llegamos al Valle del Jiloca. En Calamocha paramos un momento. Me quedo tranquilo cuando veo que no hay grupos de jóvenes que van a las fiestas de Teruel. En mi muevo asiento hago recuento rápido de los pasajeros que tengo cerca : una señora hablando por teléfono, dos niños con su padre que juegan detrás de mí, sin demasiado escandalo. Un hombre que parece estar durmiendo. Todo bien, tranquilo. El tren, por cierto, no acaba en Valencia. Es un servicio especial de verano (o eso me parece) que continua hasta Cartagena. Al pasar por los vagones he visto a mucha gente mayor con pinta de jubilados que van a la playa. Llevan mucho equipaje y hablan entre ellos de sitios como Oropesa, Gandía o Alicante. Alguno tendrá que coger otro tren en Sagunto o en Valencia. Escucho un rato a los niños que juegan detrás de mí. Tienen una “Tablet” o algo parecido y juegan ordenadamente. No gritan ni discuten. Se ayudan entre ellos. Su padre mira el móvil o se distrae con otras cosas. Como sus hijos no se pelean ni protestan, puede relajarse y no estar pendiente de ellos. Eso es una suerte, y más teniendo en cuenta que han subido en Zaragoza y no bajarán hasta que lleguemos a Teruel. La señora que está hablando con el móvil tiene problemas con la cobertura. Se le corta la llamada varias veces. Pese a todo se lo toma con tranquilidad. No se queja. Simplemente vuelve a llamar otra vez. “Voy en un tren, lo mismo se corta”, la escucho decir. Y al momento ya se ha vuelto a cortar…


El revisor se queda en Teruel. A veces llegan hasta Sarrión pero nunca pasan de allí. El límite autonómico es un abismo que nunca se puede cruzar. De manera que el tren se queda sin revisor durante un tramo. Si hay suerte en Caudiel subirá el revisor valenciano. A veces no sube hasta Segorbe. Esto es un buen rato sin revisor, y ahora, por ejemplo, si se vuelve a estropear el baño, nadie lo va a arreglar (y en el peor de los casos se puede quedar otro pasajero encerrado). Antes de irse hemos estado hablando unos minutos. Se ha sorprendido bastante cuando le he dicho que venía de Canfranc. Por el tono de sus palabras deduzco no ha estado nunca y le gustaría subir allí.  ¿Y a quién no?, pienso. Sobre todo siendo un revisor. Aunque no sé, tal vez lo de estar un montón de horas en el pueblo, esperando el tren de vuelta, no le gusta a todo el mundo. Madrugas mucho y llegas tarde a casa, y solo has hecho dos viajes (eso sí, dos viajes que tienen mucho de aventura, con animales salvajes en las vías, nevadas brutales, lluvias torrenciales, pasajeros de la zona que te cuentan historias de fantasmas y bandidos cada vez que se suben al tren, etc.) Un revisor de cercanías tiene un trabajo muy distinto, aunque en apariencia sea el mismo. Con otro tipo de paisaje, de gente, de problemas…


He tenido que volver precipitadamente a la realidad. Mi mujer me ha mandado una foto: un test de covid… positivo. Al rato otro mensaje: mi hijo pequeño también positivo. Les pregunto cómo están… Mi mujer sin casi síntomas, solo dolor de garganta y un poco de malestar. Pero el niño ha tenido fiebre. No demasiada, por suerte. Lo que no entiendo es porque no me dijo nada ayer por la noche, cuando hablé un momento por teléfono con ella. Se lo pregunto. “¿Para que? No quería preocuparte”, responde. Todo es vía wasap. Hablar por teléfono desde este tren es temerario. Siempre se corta la llamada. La señora que tengo delante lo sabe bien… Lleva todo el rato intentando tener una conversación imposible. Se ha levantado y descubro que va con muletas. También he podido entender el sentido de su llamada. Por lo visto está llamando al servicio de Atención al Cliente (o algo así) de la estación de Murcia. Necesita que alguien le ayude a bajar el equipaje. Se puede solicitar este servicio “para personas con movilidad reducida”, el problema es que la llamada no deja de cortarse y nunca, nunca, se puede terminar el trámite. La señora se lo toma con mucha resignación. Vuelve a llamar. Vuelve a hablar con el personal de Adif y empieza a explicar lo que quiere, y de repente se corta la llamada y todo ha sido inútil, hay que volver a empezar… A este paso llegará a Murcia antes de poder solicitar este servicio. ¡Es desesperante!


Volviendo a la familia… Mi mujer me dice que se va al trabajo. Dice que se encuentra bien. Los niños se quedan solos hasta que yo llegue. Tres horas como mínimo. Lo que me preocupa es el pequeño, pero me mujer me tranquiliza diciendo que ya no tiene nada de fiebre. No puedo hacer nada. Mis prisas por llegar no harán que el tren vaya más rápido…


¿He dicho que hasta Caudiel o Segorbe no tenemos revisor? Pasamos las dos estaciones y llegamos a Sagunto y seguimos sin revisor. Esto es extraño. En los regionales normalmente siempre hay como mínimo un revisor. Como son viajes largos, a veces hay dos revisores distintos (en el tristemente desaparecido regional de Cuenca pasaba lo mismo, aunque allí se cambiaban en Cuenca ciudad, mientras que aquí el tren tiene que ir un buen trecho sin revisor, y en ese rato pueden pasar cosas, como por ejemplo, yo lo he visto, que se rompa el cristal de una ventana). Esto que esta pasando ahora no lo había visto antes. Y lo cierto es que en Sagunto tampoco sube ningún revisor, con lo cual ya vamos a llegar a Valencia sin revisor… ¡¡Desde Teruel ciudad!! Y aquí, con permiso del lector, voy a hacer un spoiler… Este viaje lo hago en Julio, en Agosto en esta línea, muy cerca de la estación de Bejís, un regional se meterá en un incendio… ¿Les suena la noticia? Y sí, ese tren tampoco llevaba revisor… Pero volvemos a mi viaje, que está acabando y mientras yo pienso en mi familia, y para quedarme tranquilo, ahora que ya no hay problemas con la cobertura, he llamado a casa, al fijo. Se ha puesto mi hijo mayor. Le pregunto por el pequeño. No tiene fiebre. Esta bien. Es la segunda vez que pilla el Covid y por suerte no se ha puesto muy enfermo en ninguna de las dos ocasiones. El mayor también lo ha pasado, y mi mujer… De manera que solo quedo yo…


Me distrae una súbita conversación. Los pasajeros iban en silencio, pero de repente dos jóvenes se han puesto a hablar en ingles. No se conocían de nada. Cada uno ha subido en una estación distinta. Supongo que uno ha visto que el otro tenía un libro en inglés o algo así. Una vez en un tren me pasó lo mismo pero con dos chicas que venían de Checoslovaquia. Y digo Checoslovaquia porque estábamos en mil novecientos noventa y entonces aún existía este país (y por cierto, no había muchos checos viajando por España, porque acababan de salir del comunismo y viajar a “Occidente” les resultaba muy caro por la diferencia en el nivel de vida). Fue una situación curiosa porque tardé mucho en descubrir en qué extraño idioma se habían puesto a hablar con gran entusiasmo. Aquí ocurre un poco igual, aunque rápidamente identifico el idioma y hasta puedo entender, a grandes rasgos, lo que están diciendo. Pero hablan muy animadamente, y seguirán hablando hasta que el tren entre en los andenes de la estación de Valencia Norte. Para entonces sé que uno de ellos es Canadiense y ha venido a España para una boda. Me parece un buen motivo para un viaje tan largo, pero me pregunto quién serán los novios. Mi mente de escritor se pone a pensar en las posibilidades literarias de la historia. Por un momento me planteo empezar a escribir algo en la libreta, un boceto inicial, pero estoy cansado y estamos llegando, así que cojo mi maleta y me preparo para bajar. 


Tengo muchas ganas de llegar a casa, sin embargo tendré que hacer cola para salir de la estación, porque nos piden el billete al bajar del tren. Esto es porque no hay revisor, pero claro, a más de uno le pilla de sorpresa y tiene que ponerse a buscar el billete, que ya no sabe por donde lo ha metido. Por suerte yo lo tengo en el bolsillo del pantalón, a mano. No sé si algún pasajero ha subido sin billete, pero teniendo en cuenta que el tren ha parado en algunos apeaderos, no sería tan extraño. Otras veces yo mismo he subido en apeaderos y como no ha venido el revisor, pues no he comprado ningún billete y he viajado gratis (sin poder evitarlo, ya digo, porque no había otra opción). Esto me pasaba mucho en Lérida hace unos años. Allí nunca había nadie esperando al bajar del tren, para revisar los billetes. Pero en Lérida de los andenes se salía directamente a la calle y aquí no. Y por eso todos tenemos que hacer cola pacientemente… Otro pequeño trámite más. Y luego un autobús urbano y por fin llegaré a casa. Ha sido un buen viaje, pero estoy cansado. Cansado de este viaje y cansado de viajar en general. Siempre es lo mismo. Digo que voy a quedarme en casa tranquilito durante unos meses, pero al poco ya tengo otra vez ganas de viajar… Y encima ahora viene agosto…














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