Poco después de anunciar en su perfil de Instagram (5 de septiembre de 2022) que, tras un año de dolores de espalda, los médicos habían descubierto por fin la causa de sus malestares, es decir, un cáncer de esófago, avanzado e inoperable, supimos que David González estaba trabajando en un nuevo poemario. En un mensaje privado me dijo que era su último libro, que lo sabía: no le quedaba mucho tiempo y probablemente saldría póstumo. Durante algunos días de noviembre y diciembre del mismo año le vimos exponerse en esa red, sin temor a que viéramos su aspecto (rostro esquelético, mirada de cansancio, voz de hombre agotado que resiste como puede), en una serie de entrevistas tituladas “Últimas palabras” que son sobrecogedoras, no ya porque sean el testimonio de un amigo al que muchos considerábamos un hermano, sino porque suponen las últimas huellas de alguien muy enfermo en la Tierra. Alguien que no se esconde. A quien no le importa que le vean tan jodido. Alguien muy distinto a los mercaderes del postureo que él detestaba.
Alrededor de una semana antes de su muerte, en un esfuerzo que imagino titánico y demoledor, lleno de fatigas y de miedos, David logró que su poemario se publicara en la Editorial Páramo. Los editores lo anunciaron el día 30 de enero y conseguí encontrar un ejemplar en Madrid apenas 6 días después, el 5 de febrero, en una librería de Lavapiés. En Todostuslibros constaba que era el único ejemplar que había a la venta en Madrid. Pero con David solía ser así, casi siempre: costaba rastrear sus libros y encontrarlos. Leí La canción de la luciérnaga durante ese domingo, bajo el peso del recuerdo de los 5 años exactos de la muerte de una de mis abuelas y la sensación de que David había empeorado pero no nos lo comunicaba. Me acosté conmovido, preocupado por su silencio (le había escrito unos mensajes unos días atrás y ni siquiera figuraban como Vistos), y pocas horas después falleció, de madrugada y en el domicilio de su chica, junto a ella, lejos de hospitales y de la gente.
En estos días lo he releído. Es asombroso que lo haya escrito a las puertas de la muerte, con dolores de espalda, con parches de fentanilo, con pastillas y otras servidumbres aterradoras del carcinoma y sus molicies, sabiendo que sus horas están contadas, que apenas puede comer sólidos… Es un poemario breve, apenas 50 páginas, pero que supone el broche de alguien que sabe que se va, no es un ajuste de cuentas (salvo, quizá, el poema “Ulises”), sino una despedida de sus personas más cercanas y de algunos de los demonios de su conciencia. Así, nos enteramos de la muerte de su padre, apenas 3 meses antes de su propio diagnóstico, y hay un inesperado poema dedicado a su memoria. Nos enteramos de cómo recuperó al amor de su juventud, y cómo ella le acompañaba en el declive de la enfermedad. Nos enteramos de los tragos amargos a los que le sometieron (colonoscopias, dietas, inyecciones, etcétera): A todo se acostumbra uno, / métetelo bien en la cabeza, / a toda clase de perrerías / con tal / de seguir vivo. En ningún momento se alude al título; no es necesario: sabemos que las luciérnagas viven muy poco. Pero emiten una luz poderosa. Me parece oportuna, como despedida, esta cita que seguramente David aprobaría porque le gustaba esta película: La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo (Blade Runner, 1982).
CONTIGO
Un cáncer escamoso
me carcome el esófago,
pero no me oirás quejarme.
En términos generales
ha sido una buena vida.
Todavía lo es.
Más que nunca.
Ahora, contigo.
**
LA ÚLTIMA PALABRA
Cuando la vida
se te pone en contra,
y pensar en luchar contra ella
no es más que otra de esas utopías,
solo la muerte
tiene la última palabra.
Solo la muerte, repito,
tiene la última palabra.
La palabra
que cierre
el último poema.
Fin.
[Editorial Páramo]