En islas extremas, de Amy Liptrot

 

Había días en que no podía detener mis pensamientos y solo quería escapar de mí misma. Comencé a coger la costumbre, y la mantengo, de beber Coca-Cola en cantidades industriales, ya que, junto con los cigarrillos, era lo más parecido a lo que necesitaba. Quería comerme mis propios dientes, engulléndolos con la Coca-Cola hasta que vomitara. Quería que los médicos me indujesen el coma. Quería el futuro ya. Quería interesarme por los demás y no vivir nunca más sola. No había nada que quisiera más que permanecer sobria, pero me moría por beber.

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Tengo una sensación de vacío. He perdido el alcohol y estoy desesperada por encontrar algo que me llene, ya sea café, sexo, escribir, amor, ropa nueva o la aprobación en la red. He leído que todas estas notificaciones, pitidos y vibraciones afectan y alteran nuestro cerebro a base de pequeñas descargas de dopamina y un poco de adrenalina. En busca de esas pequeñas emociones, sobrevuelo las páginas web que me resultan familiares, como un ave migratoria sigue los ríos o las autopistas. La notificación roja de un mensaje que estaba esperando es la pálida sombra de la sensación que produce el primer sorbo de cerveza, o el agua fría cuando estás muerto de sed, o una cama cómoda cuando estás agotado o dejar de nadar cuando estás a punto de ahogarte.



[Volcano Libros. Traducción de María Fernández Ruiz]

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