Las ciudades blancas, de Joseph Roth


Joseph Roth decidió un día emprender un viaje por lo que él llamaba "las ciudades blancas" de Francia (Lyon, Vienne, Tournon, Aviñón, Les Baux, Nimes, Arles, Tarascón, Beaucaire y Marsella) y contarlo después en breves crónicas donde con sólo unas líneas ya nos hace el dibujo de cada lugar, nombra lo esencial y obtiene algunos pasajes de gran altura literaria. Tendré muy en cuenta este libro si alguna vez (y espero hacerlo) recorro esa zona, o al menos algunas de las ciudades citadas. Unos extractos:

Reencontré las ciudades blancas tal como las había visto en sueños. Uno vuelve a ser niño cuando ya solo encuentra los sueños de la infancia.

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Nosotros somos los hijos. Hemos vivido la relatividad de la nomenclatura e incluso la de las cosas. En un único minuto, el que nos separó de la muerte, rompimos con toda la tradición, rompimos con el lenguaje, la ciencia, la literatura, el arte: con toda la conciencia de la cultura. En un único minuto supimos más de la verdad que todos los buscadores de la verdad habidos en el mundo. Somos los muertos resucitados. Cargados con la sabiduría del más allá, regresamos aquí abajo a ver a los cándidos seres terrenales. Tenemos el escepticismo propio de la sabiduría metafísica.

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[En un barrio de Lyon] Todo es lento y carente de agitación. Las horas transcurren en silencio y con parsimonia. Hasta las sorpresas se anuncian. Las alegrías son quedas e íntimas. La muerte se acepta como un regalo. La vida no posee excesivo valor. Vale tanto como el mísero sueldo, un vino barato o el cine del domingo.

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Los pobres no pueden viajar, son sedentarios, poseen un horizonte estrecho geográficamente hablando, se casan con mujeres de las calles vecinas, y, si bien no escriben sus genealogías, queda claro, para quien sepa leer las caras aunque no recurra a documentos, que provienen de la "Antigüedad" y que por sus venas fluye sangre histórica. Hombres sencillos, se sientan a charlar en la orilla, y las sombras del atardecer y un rayo rojizo del sol poniente cincelan su perfil con nitidez y lo extraen de la vulgaridad del día a día para elevarlo a una significación casi simbólica: veo en este y en aquel a un centurión romano.

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Ninguna guía turística nos ofrece una respuesta. Estamos aquí para preguntar. Estamos aquí para creer.

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La ciudad brilla blanca; está hecha de la misma piedra que el castillo de los trovadores de Les Baux y el palacio de los papas de Aviñón. Pero no es festiva. Es laboriosa. Alberga millones de existencias destrozadas. En Aviñón, hasta los mendigos eran orgullosos. En el puerto viejo de Marsella, la pobreza es más que miseria. Es un infierno ineludible. Los desechos humanos yacen apilados uno sobre otro en un caos infernal. La enfermedad surge como una flor amarilla y venenosa de los canales obturados. Los perros roñosos juegan con los niños en los charcos. Los andrajosos luchan con los animales por los huesos tirados, miles de hombres y mujeres recogen colillas de cigarrillos, el perro acecha al hombre, el gato al perro, la rata al gato, y todos han puesto el ojo en el mismo trozo de carne podrida en el montón de basura.


[Editorial Minúscula. Traducción de Adan Kovacsics]

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