UNA HISTORIA DE HALLOWEEN

 

Me acaba de venir a la cabeza ahora mismo, esta víspera lluviosa de Todos los Santos, leyendo en el salón de mi casa “Tierra de nadie”, de John Buchan, incluido en “El viento en el pórtico”, que ha publicado Valdemar, aquella mañana de enero bajo las cumbres nevadas, como un eco lejano enterrado ya hace tiempo en mi mente, aquella escalofriante sensación, y súbitamente me he levantado a contarlo.

Hará de esto unos veinte años, tal vez, no sé precisarlo con exactitud, cuando aún éramos jóvenes y la montaña tiraba de nosotros como imán del acero, y nada nos amedrentaba ni echaba nunca atrás. Andrés, mi compañero de rutas, y yo, una mañana, eso sí lo recuerdo, de enero.

Llevábamos planeándolo desde hacía ya varios meses, al descubrir en una caminata en primavera aquel refugio de cazadores al pie de una vertiginosa cima en el Valle de Luna, ir en pleno invierno a pasar una noche allí, y aunque había estado nevando los últimos días y sabíamos que llegar no iba a ser fácil, decidimos hacerlo.

Así que allí estábamos aquella tarde gélida y despejada de enero, subiendo con las mochilas la prolongada cuesta que, por una pista en medio de la montaña, conducía a aquel refugio de altura, conversando y echando los hígados, pero felices e ilusionados con nuestro plan.

Nos costó, ciertamente, lo suyo, llegar al refugio, tres o cuatro horas de ascenso fatigoso sobre la nieve y el barro, más aún con el lastre de las pesadas mochilas, cargadas con ropa de abrigo, esterillas, sacos de dormir y provisiones en abundancia, pero antes de que anocheciera, como estaba previsto, llegamos a nuestro destino.

Un refugio pequeño y sencillo, pero relativamente acogedor y bien equipado, con una mesa de madera, bancos corridos y una chimenea con una parrilla para cocinar y pasar la noche charlando y durmiendo al calor de un buen fuego.

Aunque la cosa se complicó nada más llegar, porque contábamos con que, como la vez anterior, cuando estuvimos allí en primavera, hubiera un generoso haz de leña seca junto a la chimenea, y no fue así, de modo que tuvimos que salir a buscarla por los alrededores y no resultó nada fácil encontrarla. La nieve cubría toda la pequeña meseta sobre la que se asentaba el refugio y nos costó un gran esfuerzo cortar y acarrear las pocas ramas de retama que sobresalían del hielo y algunos tablones húmedos que encontramos alrededor de la cabaña, desechos de la construcción del tejado. Pero finalmente, ya en plena noche y ateridos de frío, logramos con toda la leña que pudimos reunir encender un buen fuego y calentarnos junto a la chimenea.

Y luego, ya descansados y secos, fumamos y bebimos vino de nuestras botas y preparamos sin prisa la cena, una abundante ración de costilla y chorizo a la brasa que Andrés había llevado para la ocasión, y nos quedamos conversando hasta bien entrada la noche.

Extraña sensación, para el que la conozca, dormir en esa abrumadora soledad, en medio del monte nevado, bajo una vertiginosa cima rocosa, lejos de la civilización y totalmente aislados del mundo... Extraña y placentera a la vez, ese silencio y esa quietud, el cielo protector sembrado de estrellas, la nieve rodeándolo todo, el fuego crepitando y la leña mojada emitiendo lastimeros sonidos, como sollozos de niño, como llamadas de auxilio... E incómodo también dormir sobre una esterilla en el suelo congelado, arrebujados en nuestros sacos de invierno, escuchando los aullidos lejanos de los lobos en el corazón del bosque y el silbido del viento colándose por las rendijas de la puerta y de las ventanas... Pero a eso exactamente habíamos ido allí, para hacer al día siguiente una travesía bajo el macizo de las dos Ubiñas, y pese al frío y lo improvisado de nuestros catres, disfrutamos de la cena y de la experiencia.

Aunque es ahora, en este punto en concreto, justo a la mañana siguiente, cuando llego a lo que realmente quería contaros, por lo que he dejado la lectura del relato de Buchan y me he levantado súbitamente a escribir.

Como siempre -es mi hábito y costumbre-, me desperté temprano, sobre las siete, y como sabía que Andrés no lo haría hasta al menos las nueve, me vestí y salí a dar un paseo de reconocimiento por los alrededores.

Aún estaba amaneciendo, pero el paisaje, ya a esa hora, era magnífico y sobrecogedor: el circo impresionante de cumbres nevadas, los majestuosos hayedos y robledales cubiertos de blanco, los riachuelos sinuosos descendiendo estruendosamente de las colinas y, a lo lejos, la enorme mole de Peña Ubiña, como un tótem desafiante en el horizonte.

Respiré hondo, me desperecé y contemplé con mis prismáticos todo aquello extasiado, agradeciendo mi suerte y destino (y por supuesto la compañía de Andrés, perfecta siempre para ese tipo de escapadas y planes), y luego comencé a andar por la pista helada que, al pie de las montañas, se adentraba en el valle que teníamos enfrente.

Mi intención era simplemente dar un pequeño paseo y estirar un poco las piernas, como calentamiento para la ruta que haríamos después, hasta que Andrés se levantara, desayunáramos y comenzáramos juntos la travesía hasta la base de Peña Ubiña. Y eso justamente fue lo que hice, media hora o poco más, disfrutando relajado el paisaje, respirando el aire helado del monte y poniendo a tono mis piernas.

Pero algo no fue bien... Algo, de hecho, fue realmente mal... Algo siniestro, amenazante y oscuro que me desazonó por completo... Qué, no lo sé muy bien, pero sí que me estremeció y erizó la piel y el cabello, y aún hoy, después de tantos años, recuerdo con escalofríos...

Supongo que quien haya estado alguna vez solo en medio de las montañas lo haya experimentado: ese terror infundado que provoca a veces la naturaleza salvaje y agreste, ese sentirse minúsculo e indefenso bajo las rocas, esa sensación de vacío y de vértigo, de amenaza inminente, de ser aplastado como un mosquito por algo, víctima de algo, sacrificado por algo, no lo sé explicar de otra manera... Sin más y de pronto, sin motivo aparente, como una náusea desde lo más profundo de mis entrañas, recorriendo mi espalda y poniéndome la carne de gallina, esa sensación... No el miedo a los muertos ni a los vivos, a los lobos ni a cualquier otro animal, a una caída ni a un alud de nieve, ni siquiera el mismo miedo a morir, no, otro tipo de miedo, vago y difuso, infundado e inconcreto, pero abismal y feroz, lacerante y antiguo, primigenio y ancestral, a ser devorado por la naturaleza, simplemente abducido por ella, a esfumarte e integrarte en ella, a ser parte de la nieve y las rocas, a fusionarte con ellas... Tanto y tan intensamente, que se me atenazaron los músculos y agarrotaron las piernas, se me erizó el cabello y estremeció la espina dorsal, y salí corriendo, como alma que lleva el diablo, hasta llegar jadeante y sudoroso al refugio...

El caso es que así me sentí aquella mañana de enero en medio del monte, aterrorizado e indefenso, a punto de colapsar, de perder mi humanidad y extinguirme, de ser engullido por la naturaleza, y tal cual, esta víspera de Todos los Santos, para esta noche de Halloween, como entremés, os lo cuento: cuidaos del hechizo de las montañas, queridos drugos, esas antiguas brujerías con que a veces, sin previo aviso, te pueden seducir y hacer perder la razón, cuidaos...

Vicente Muñoz Álvarez

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