DE ANTIGUAS BRUJERÍAS, SINESTESIAS Y GAMONEU DEL VALLE

 

Una de las cosas que más me arrebatan de Asturias, de entre tantas y tantas, patria querida, son sus magníficos quesos, sin paragón en nuestra agostada piel de toro, y las sinestesias y correspondencias que, como un gran bosque de símbolos (que diría el bueno de Baudelaire) encierran... Y de entre todos ellos, y mira que los hay tremendos, uno en concreto: el Gamoneu del Valle... No sé si fue por lo atípico y apocalíptico del momento en que lo probé por primera vez, en plena pandemia, y por tener mi conciencia alterada y crispada como nunca antes entonces, todos los restaurantes de Gijón cerrados a las nueve de la noche y la necesidad de llevarme algo para cenar al hotel, pero jamás lo olvido: ese inconfundible e impresionante olor y sabor, primigenio y ancestral, a antiguas brujerías, ceniza y hogueras de noviembre en los campos, a cultura celta y al Gran Dios Pan... En la habitación de mi hotel frente al mar, contemplando romper las olas contra los muros de la Playa de San Lorenzo después de un nefasto día de trabajo intentando vender zapatos, y habiendo comprado por la mañana en el Mercado del Sur una cuña de Gamoneu para la noche, abrí una botella de vino y ese queso, y al probarlo, de repente, una experiencia supernatural: metido de lleno en ese fantástico relato de Algernon Blackwood, Antiguas brujerías (para mí, uno de los mejores de la literatura de terror de todos los tiempos), en esa pequeña ciudad francesa atestada de gatos y meigas que él  tan bien describe, embelesado por su sabor y encarnado, no sé cómo ni por qué, a modo John Silence, en ese relato... Soy un poco sensitivo y a menudo me suele pasar, ese tipo de asociaciones y revelaciones mágicas y literarias, esto que me recuerda a aquello o lo otro, menhires, piras sacrificiales, castros celtas, paisajes y crepúsculos, pero nunca de un modo tan intenso como aquella noche al probar ese queso, teletransportado como por arte de magia a ese inolvidable relato, a la evocadora aldea de Francia donde acontece, al olor de esas hogueras de noviembre en los campos y a aquel impresionante sabor a aquelarre y prodigio... Desde aquel día, por supuesto, compro un buen trozo cada vez que voy a trabajar a Gijón y nunca falla: su sabor ancestral ardiendo en mi paladar, las hojas de los álamos humeando en los páramos y meigas recortadas contra la luna ensangrentada al anochecer... Misterios del subconsciente...

Vicente Muñoz Álvarez

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