TODAS LAS MADRUGADAS MUEREN DE MADRUGADA por SAMUEL BRESSÓN



Habíamos bebido mucho y acabábamos de discutir
después de hacer el amor,
dijo que había conocido a alguien
y que había sido la última vez
y mi mano partió el espejo del baño de un golpe
y mi nudillo comenzó a sangrar
y le dije que se fuera si era lo que quería
y vino hacia mí y vertió Johnnie Walker
en la herida y miré mi mano llorando sangre
y yo ya estaba lejos de allí,
lejos de mi herida, de mi mano, de ella,
de aquella habitación de hotel,
de aquella noche rasgada,
del suicidio de las horas del amor y el vino y la risa,
lejos de cualquier lugar del que ella quisiera marcharse,
estaba en un sitio en el que aún no la había conocido,
en el que merodeaba a través de madrugadas en celo
por los desiertos callejones de mi juventud
en busca de un bar,
de un trago que arañara mi alma,
de un rescoldo de piel ardiente,
reclamando mi derecho a no regresar de mi locura,
mi derecho a que me dejaran en paz,
a no habitar el mundo de los hombres,
entonces alguien aporreó la puerta
diciendo que no hiciéramos tanto ruido
y cogí la botella de Johnnie y la lancé contra la puerta
y dijo que iba a llamar a la policía
y grité que podían chupármela él y la poli
y la puta madre de todos ellos
y ella me pidió que me calmara
y cogí la botella del suelo
y volví a derramarla sobre mi mano
y bebí iniciando de nuevo la huida,
la vieja huida hacia la noche de mi tiempo
y me abrazó y la abracé y nos quedamos así,
en silencio,
y en algún lugar debía haber algo
que aún no estuviera roto,
que no llorara silenciosamente.

Samuel Bressón


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