Hubo un tiempo en el que siempre deseaba ser el mejor en todo lo que despertaba mi interés. Salir del sentir de la vida, aun perdido, con mucha fe en mí mismo. La tierra siempre bajo mis pies, mi cuerpo atrapado en las telarañas del amor, en el hambre ciega de comprender que todo pertenece al fuego, al infierno de los más sabrosos néctares que un día u otro pierden textura, su profundo sabor (llámame fanfarrón, si quieres). Entonces, con cuidado, de regreso a casa, escalo la nueva pared vertical sin mirar al sol, con una sed pecaminosa de aventuras en el patio trasero donde aún se gozan los besos eternos. Reo de una majestuosa rutina, jugando a ser yo mismo. La grúa me eleva hasta las campanas de la torre. De nuevo el fuego, la hoguera de cualquier verano de los 80 donde todo era de oro y amarillo. Yacían los odres vacíos del pasado y el futuro en las aceras de cualquier ciudad alquilada por poco tiempo. Qué riqueza de oxígeno entre tanto alquitrán: historias aburridas enterradas ya en glaciares, en barrancos, en acantilados que llegan al mar con cierta indiferencia.
Ramón Guerrero