Asylum


 


Asylum

 

 

Cuando era joven,

casi una niña,

mi vida quedo truncada

y dejó de ser vida.

 

Era bonita e ingenua;

una flor recién nacida,

y los pétalos se truncaron

apareciendo estrías.

 

La sangre corría por mi cuerpo

mi corazón gemía.

 

Cuando era joven,

casi una niña,

mi vida quedó truncada

y dejó de ser vida.

 

 

 

Nos conocimos en un guateque. Éramos las reprimidas que no bailaban ni bebían: chicas del comediscos. Tú, la guapa. Yo, la fea. Los chavales huían de mí. A ti, te perseguían. Tan iguales por dentro y tan distintas por fuera. Nos hicimos amigas mediante un pacto a la vieja usanza: aguijoneamos los dedos y cruzamos nuestros hematíes. Fuimos hermanas de sangre hasta que me abandonaste por un chico. Entonces, dejé de hablarte, de mirarte, de reír tus gracias… Un día me arrojé a las vías del tren con un papelito en la mano que decía: «Tú tienes la culpa». 48 horas después, mi fotografía yacía sobre un féretro rodeado de pétalos floridos. Mi madre, de negro riguroso, no quería que oliera mal. Sin embargo, mis restos amputados se descomponían a marchas forzadas.

 

 

En el sepelio, mi ataúd se deslizaba con una camilla hidráulica entre los hermosos mausoleos de color ceniciento como tu rostro, hasta el nicho. Tu cuerpo tiritaba cuando lucieron los adobes que lo emparedaron. Te encerraste en casa. Dejaste de comer, de hablar, de soñar, de reír… no te apetecía nada. Por desgracia, tu familia conocía al director del psiquiátrico. Nadie te acompañó a las sesiones: acabaste sola. Agrietado el corazón que mutilaba tu alma. Cada vez que traspasabas la verja del sanatorio, los gritos de los confinados irrumpían en tus oídos: acufenos permanentes. Los enfermos andaban sueltos; hombres y mujeres deformes con caras enajenadas. No te gustaba ese lugar repleto de sufrimiento donde los muros sangraban.

 

 

Te metieron en una sala con azulejos blancos como la muerte; estabas muy asustada. Tenías una pesadilla recurrente: «Bajabas corriendo las escaleras de un garaje sin retorno. Yo te perseguía. Te atrapaba. Arrancaba tu carótida de un bocado; mi cara llena de gusanos. Mi sonrisa desdentada». Saliste de esos sacrílegos pensamientos, cuando entró el Dr. Mortem para conocerte y pautar la botica milagrosa que te devolvería la vida. Pero pasó el tiempo y no mejoraste. Atiborrada de barbitúricos, te convertiste en un muerto viviente. El psiquiatra decidió aplicarte terapia de electroshock. Tu cabeza estaba llena de babosas que se acoplaban a tu cráneo y succionaban tus pensamientos. Por último, te colocaron una esponja en la boca para que no sufrieras. La sacudida hizo que te retorcieras como en un mal ataque de epilepsia. No chillaste. Sin embargo, tus ojos se quedaron en blanco; parecías la niña del exorcista.

 

 

Cuatro meses después, te internaron en el sanatorio. Llevabas una bata blanca manchada de papilla. Te cortaron el cabello al uno, y lo poco que te quedada, lo arrancabas de cuajo a estirones. Unas ojeras profundas incrustadas en tus entrañas ensombrecieron tus facciones. Te vi desde arriba e imploré que me acompañaras; las cuencas vacías de mis ojos buscaban alguna lágrima perdida. Esta mañana, has aparecido ahorcada del techo de la sala común. La lengua fuera, los labios amoratados y el cuerpo rígido. Me he acercado a ti para consolarte: «Amiga, siempre estaremos juntas».

 

 

©Anna Genovés

Propiedad intelectual: 09/2013/2345

Rectificado el 28 de julio de 2022

 

* Dedicada a mi amiga Amparo Juárez (fallecida el 28 de abril de 1975 en accidente de tráfico)


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