Todo occidental atormentado hace pensar en un héroe de Dostoievski que tuviera una cuenta en el banco.
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Para vengarnos de quienes son más felices que nosotros, les inoculamos –a falta de otra cosa– nuestras angustias. Porque nuestros dolores, desgraciadamente, no son contagiosos.
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Somos todos unos farsantes: sobrevivimos a nuestros problemas.
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Nada nos seduce tanto como la obsesión por la muerte; la obsesión, no la muerte.
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En el futuro, si la humanidad debe comenzar de nuevo, lo hará con sus desechos, con la basura de todas partes, con la morralla de los continentes; aparecerá una civilización caricaturesca, a la cual quienes produjeron la verdadera asistirán impotentes, humillados, postrados, para acabar refugiándose en la idiotez, donde olvidarán el esplendor de sus desastres.
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Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.
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Nada delata tanto al vulgar como su rechazo a ser decepcionado.
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No se pueden evitar los defectos de los hombres sin huir al mismo tiempo de sus virtudes. De ahí que la sensatez nos destruya.
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En la búsqueda del tormento, en la obstinación de sufrir, únicamente el celoso puede competir con el mártir. Sin embargo, se canoniza a uno y se ridiculiza al otro.
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Toda música verdadera nos hace palpar el tiempo.
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El hombre segrega desastre.
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La ansiedad –o el fanatismo de lo peor.
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Quien no haya conocido la humillación ignora lo que es llegar al último estadio de uno mismo.
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Cuanto más nos tratamos con la gente, más se oscurecen nuestros pensamientos; y cuando, para aclararlos, volvemos a nuestra soledad, encontramos en ella la sombra que ellos han proyectado.
[Tusquets Editores. Traducción de Rafael Panizo]