Me aferro al violín que sangra
en el cielo premonitorio,
interminable daga
que disecciona párpados.
Ruinas de templos sobre nuestra cabeza,
sordos en la prisión de este lecho,
donde se desploma el crepúsculo
que nos abrasa de frío.
Los pies se aflojan
en el río suicida de rabia.
Los cuervos atraviesan nuestra piel
como desgarradoras balas de plomo.
Aspiro el veneno de un solo trago,
los planetas se estrellan
contra la mente enjaulada,
y entierro en depósito mi cuerpo.
A golpes, calcina el sol furibundo
esas manos que ahuyentan pájaros.
Isabel Marina, de Acero en los labios (Ediciones Camelot, 2016).