Es curioso el caso de Nicholson Baker: un autor del que, muy de vez en cuando, publican obras del estilo de Humo humano (en Debate), o los casos de El antólogo y La casa de los agujeros en Duomo, sin olvidarnos de la nueva edición de La entreplanta que publicó La Navaja Suiza hace tiempo, y que tanto disfrutamos. Pero antes de todo esto, a Baker solía editarlo Alfaguara, con obras como la citada Entreplanta, algunas de éxito (pienso en La Fermata) y otras menos conocidas (Vox o Temperatura ambiente). A este último grupo pertenece Una caja de cerillas, una gran novela corta que entronca con La entreplanta, pues en sus páginas el autor hace una gesta de cada detalle rutinario, de cada observación de lo cotidiano.
A lo largo de 33 capítulos breves, el narrador, Emmett, un tipo de 44 años, casado y con hijos, relata la rutina que ha decidido empezar todos los días: se levanta en torno a las 4 de la madrugada, se mueve por la casa a oscuras y en silencio para no despertar a la familia, prepara un fuego en la chimenea, hace café, etcétera. En cada capítulo da los buenos días y anuncia la hora en la que está narrando. Y cuenta algunos pormenores del día, a veces incluso de su pasado, para relatarnos de dónde viene aquella cicatriz de su cuerpo o por qué ha decidido orinar sentado y no de pie. Lo que hace Baker con lo cotidiano es maravilloso: logra que cada uno de nuestros actos rutinarios sea, en ocasiones, heroico. Así empieza el capítulo 2:
Buenos días, son las 3.57 a.m. y estoy masticando una manzana. Me llamo Emmett, tengo cuarenta y cuatro años y me gano la vida editando manuales médicos. Tengo una esposa, Claire, y dos hijos. Ayer, cuando preparaba el fuego, encendí una lámpara de mesa para ver lo que estaba haciendo. Eso fue un error. Hay que hacer el fuego en la oscuridad: éste debe convertirse en su propia fuente de luz. En realidad, hay que hacer en la oscuridad la mayor cantidad de cosas que sea posible, incluyendo preparar el café, porque cuando se enciende una luz el sistema límbico es izado hacia el mundo que se despierta, y eso no es conveniente.
Y así empieza el 5:
Buenos días, son las 4.20 a.m…. Sabes, antes me costaba dormir, pero ahora me cuesta mucho menos porque me levanto a las cuatro de la mañana. Antes de las cinco, en cualquier caso. Tengo tanto sueño que duermo bien. Durante algunos años recurrí a los pensamientos suicidas para ayudarme a dormir. De día no soy una persona particularmente morbosa, pero de noche me acostaba en la cama e imaginaba que estaba metiéndome a martillazos una aguja de tejer en el oído, o que me zambullía desde un acantilado a un vacío negro en el fondo del cual había una docena de filosas y resbaladizas estalagmitas.
[Alfaguara. Traducción de Eduardo Hojman]