Cuando estuve por última vez en Panamá, enero de 2020, no comí bon. Nada hacía presagiar que el regreso al terruño sería largo, y que mi paladar iría perdiendo, a fuerza de ausencia, la memoria de su olor dulce y su textura tras un bocado con queso amarillo encima de una rebanada gruesa. Ese dulce, para mí, es Panamá.
Tengo amigos que me arriman el dulce olor del bon con su cariño generoso a pesar de las distancias. Una de las virtudes del bon es que tiene que ser compartido, porque aunque más de uno somos capaces de bajárnoslo solitos, sus dimensiones son perfectas para compartir en rebanadas cariñosas con una taza grande de café y una buena conversa mañanera. El bon es generosidad que se cocina con el calor de la paciencia. Seguir leyendo aquí.
Artículo publicado en el diario La Prensa el martes 2 de mayo de 2022