El bar de las grandes esperanzas, de J. R. Moehringer

 

Íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos después de una boda, de un funeral, en busca de algo que nos calmara los nervios, y siempre antes, para armarnos de valor tomando un trago. Íbamos cuando no sabíamos qué necesitábamos, con la esperanza de que alguien nos lo dijera. Íbamos a buscar amor, o sexo, o líos, o a alguien que estuviera desaparecido, porque tarde o temprano todo el mundo se pasaba por allí. Íbamos, sobre todo, cuando queríamos que nos encontraran.

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Mucho antes de servirme copas, el bar me sirvió la salvación. Me devolvió la fe cuando era niño, cuidó de mí de adolescente, y me acogió cuando me convertí en un hombre joven. Aunque me temo que nos sentimos atraídos por aquello que nos abandona, y por lo que parece más probable que vaya a abandonarnos, finalmente creo que nos define lo que nos acoge. Yo, naturalmente, correspondí al bar y lo acogí también, hasta que una noche el bar me rechazó y, con ese acto de abandono final, el bar me salvó la vida.

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-No sé. A veces intento decir lo que tengo en la mente y es como si me hubiera tragado un diccionario y estuviera cagando páginas. Perdón.
-¿Me dejas que te diga una cosa? –me preguntó el cura–. ¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encantan las buenas historias. Y las palabras le traen sin cuidado. Las palabras son las cortinas que colgamos entre Él y nuestro verdadero yo. Tú intenta no pensar en las palabras. No te esfuerces en buscar la frase perfecta. Eso no existe. Escribir es cuestión de adivinar. Cada frase es un tanteo educado, tanto del lector como tuyo. Piénsalo así la próxima vez que metas una hoja de papel en la máquina de escribir.

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Entendí que debemos mentirnos a nosotros mismos de vez en cuando, decirnos a nosotros mismos que somos capaces y fuertes, que la vida es buena y que el trabajo trae recompensas, y que después debemos intentar que nuestras mentiras se hagan realidad. Ésa es nuestra misión, nuestra salvación, y ese vínculo entre mentir e intentar era uno de los muchos regalos que me había hecho mi madre, la verdad que siempre asomaba bajo sus mentiras.

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Escribía en un arrebato, como en trance, sobre mi pueblo, y era la primera vez que experimentaba la escritura como catarsis. Las palabras salían solas, no me costaba ningún esfuerzo encontrarlas. Lo difícil era pararlas.



[Duomo Ediciones. Traducción de Juanjo Estrella]

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