Gaya-myeon, 16 de julio
No hay biblioteca más fascinante que tu cuerpo, Corea, en cuyo interior se despliegan ya todas las páginas que contienen mi historia, la beoda e inacabable verborrea en que mi vida se ha deshilachado solo para coser en tu interior los lomos de libros que nunca nadie más que tú podrá leer. Porque esto que llevo escrito hasta ahora, por supuesto, no es un libro. Tampoco lo pretende. Esto que llevo escrito y lo que pueda quedar por delante es solo un instante en que pretendo cristalizar tu savia como los entomólogos desearían cristalizar en ámbar la molecular fantasía del más fascinante insecto solo para su propio deleite.
Mis mejores páginas, Corea, ya habitan los estantes frágiles de tu anatomía. Lo demás solo es literatura. Mi historia, Corea, ya es sierpe que te repta las moléculas con maneras de espiral ADN. Eso, al menos, quisiera. Porque seguro que la realidad es más banal y mi historia recorre mareas jugando su parchís de años perdidos entre peces que no saben contar y sirenas ciegas, cada vez que te sientas en el retrete para expulsar de ti lo único que te sobra: yo, o sea.
No obstante, Corea, eres mi biblioteca preferida.
Luego está esa otra que hoy hemos merodeado, la del Templo Haeinsa, la Tripitaka coreana, un paraíso borgiano que Borges, creo, no llegó a conocer.
¿Te das cuenta, Corea, de que Borges soñaba con un paraíso que es demasiado terrenal? Me miras contrariada y me dices que Borges, a ti, no te dice nada. Ni a mí ya, amor, ni a mí mientras te miro pensando qué sería de mí si la vista se me nublase al exterior, como la del genio argentino, si mis párpados no fuesen el obturador con que intento apresar tus gestos menos dóciles.
Borges soñaba el paraíso como una especie de biblioteca, y estoy seguro de que la del Templo Haeinsa hubiese saciado sus expectativas. Más de 80.000 tablas de madera con toda la epopeya de la filosofía budista tallada en ellas, recoletamente recolectadas bajo una arquitectura de techos a dos aguas que los preservan de la nieve, la lluvia y el silbar alucinado de los cipreses, protegidas también por un cercado de madera que impide acceder a su interior a curiosos como yo pero permite que toda esa sabiduría tallada en árbol mantenga el oxígeno necesario para seguir respirando ideogramas como pétalos de sabiduría. Al fin una muestra de fervor religioso hecha de belleza absoluta.
A mí me gustaría extraer una de esas tablillas y acariciarla, como me gustaría extraerte una costilla solo para acariciarla y soñarme recién nacido de ella, ya que nos ponemos religiosos. Pero extraer una tablilla de la Tripitaka sería como cortar de un tajo a un árbol el más gordiano de sus nudos. Y extraerte a ti una costilla sería como seccionar el nudo gordiano de la felicidad entre tus brazos. Prefiero, Corea, acariciártelas desde fuera, con lisonja de rubor matinal, jugar a desanudar esos lazos bajo los que ocultas el más feroz de los regalos: la biblioteca púrpura y hermética de tu anatomía que no, no tiene nada que ver con mis párrafos.
Pablo Cerezal,
de Diario de Corea
(Versátiles, 2021)