Qué ojo de cristal más bonito tenía tía Freda. Era fascinante. De niños nos quedábamos mirándoselo completamente embobados. Entonces, cuando al fin giraba la cara la tía, y nos descubría con su otro ojo, el feo, el de color caca, se echaba a reír. Su risa de bruja nos daba un miedo tremendo. Temblábamos. Y la tía, quitándose esa piedra preciosa de la cuenca, nos lo ofrecía para que pudiéramos tocarlo. Tomad, he aquí mi daño, decía poniéndose muy seria de repente. El ojo de cristal estaba caliente, pesaba, parecía estar vivo entre nuestras manitas blandas y timoratas. Era como una esmeralda gigantesca; no perdía para nada su magia, su poder, conservaba intacto, también fuera de su cuenca, el poder de hipnotizarnos, de ver más allá de la piel, de leer el respeto temeroso que emanaba de aquellos rostros inocentes. Era muy capaz de llegarnos muy al fondo, de alcanzar hasta nuestros corazones o incluso más allá; y mirar, y vernos, desvelar de qué estábamos hechos y cuáles eran los sentimientos que nos embargaban en todo momento.
Tomás Soler Borja