Malcolm Lowry: Bajo el volcán.
Tusquets Editores, 2009. Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz.
Era un título pendiente desde hacía años. Atravesarlo ha resultado una experiencia lenta, densa, mareante, por momentos alucinógena, en concordancia con los tumbos de un alcohólico —el excónsul británico Geoffrey Firmin— frente a su desdicha.
Lowry dedicó a Bajo el volcán (1947) una década de su igualmente alcohólica vida. En el prólogo nos cuenta que quiso «escribir al fin la auténtica historia de un borracho». La última incursión literaria parecida que recuerdo fue La pecera, de Juan Gracia Armendáriz.
México, 1938, Día de Muertos. Una sola jornada de delirio y autodestrucción en Quauhnáhuac (Cuernavaca), con los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl de fondo. Firmin, un hombre culto, recibe la visita de su exmujer Yvonne y de su hermanastro. El amor —en toda su crudeza, con todo su dolor— no es suficiente para separar al adicto de su hoyo. «Todas las soluciones, incluso el perdón, ya topaban con su enorme muralla china».
«—Podríamos ser felices, podríamos serlo.
—Sí… Podríamos».
Enamorarse no es lo más importante al elegir pareja, escuchaba hace poco; son sentimientos que se repiten muchas veces, es más sabio elegir a quien te conviene.
Desde un puro pragmatismo, no diré que no suene cabal. Y sin embargo: ¿no encontramos seres convenientes con bastante frecuencia? ¿No es el desgarro de Yvonne y de Geoffry, la quemadura de esas cartas leídas a destiempo, lo verdaderamente improbable? ¿Cuántas veces en la vida llegamos a decir —ajenos a todo provecho, a toda paz— amor mío?