Cada vez que hacemos una foto, nos olvidamos de grabar ese momento en la memoria, en nuestras neuronas. Cuando hacemos una foto nos libramos en cierto modo de tener que recordar. “Voy a sacar una foto para recordar este momento”. Pero lo que haces en realidad es dejar ese momento fuera de la jurisdicción del cerebro y relegarlo a una Polaroid, o a un papel Kodak, pequeños recuadros medio desintegrados, pegados en álbumes. Tan fáciles de perder, olvidados en cajas amontonadas en un garaje húmedo. O sepultado en alguna carpeta de un dispositivo digital enorme, a la espera de que alguien la abra. Lo que has hecho es posponer el acto de mirar y, con ello, la conexión real con el momento; lo único que te queda es un recuerdo de segunda generación, el recuerdo de un hecho que en realidad no es más que el recuerdo de una fotografía de ese hecho. No se trata de un recuerdo auténtico y profundo, sino de uno falso y fugaz, y tu cerebro ni siquiera nota la diferencia.
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Las experiencias de verdad, las que nos marcan, no se desvanecen. Quedan grabadas para siempre en la carne, en los nervios, en las yemas de los dedos.
[Blackie Books. Traducción de Carles Andreu]