La rueda celeste, de Ursula K. Le Guin


No había nada capaz de impedir soñar a un ser humano, le había dicho. Sólo la muerte.

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-Estamos en el mundo, no en su contra. No funciona intentar situarse al margen de las cosas y empujarlas en una u otra dirección. No funciona, va en contra de la vida. Existe un modo, pero hay que seguirlo. El mundo es, no importa cómo pensemos que debería ser. Tienes que estar con él, tienes que dejarlo en paz.

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Orr caminó sin un objetivo, tomando una calle y luego otra. Estaba exhausto, así que a veces sintió la tentación de tumbarse en el pavimento a descansar un poco, pese a lo cual seguía adelante. Se acercaba ya a la zona comercial, más próxima al río. La ciudad, medio destruida y medio transformada, era un revoltijo de planes ostentosos y recuerdos incompletos, atestada como un manicomio; había incendios y demencias de casa en casa. No obstante, la gente seguía como siempre metida en sus cosas: había dos hombres saqueando una joyería, y cruzando por su lado vio a una mujer con un bebé en brazos, colorado de tanto llorar, que caminaba a paso vivo hacia su casa.
Dondequiera que estuviese.

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Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no puede soportar mucha realidad; pero el pájaro se equivoca. Un hombre puede soportar el peso entero de un universo durante ochenta años. Es la irrealidad lo que no soporta.


[Minotauro. Traducción de Miguel Antón]

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