Mira a sus amigos y se pregunta el aspecto que tendrán si consiguen llegar a los ochenta años. Los hombres parecen ajenos al inevitable envejecimiento, ajenos al hecho de que ya no tienen treinta años, al hecho de que no son superhéroes con superpoderes.
[Del relato “Hermano dominical”]
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Si dice que sí a ese tipo de cosas –congresos, lecturas, conferencias– es porque aún no ha aprendido a decir que no. Tiene la equivocada fantasía de que unos días fuera de casa le permitirán pensar un poco o avanzar algo. Lleva siempre el trabajo con ella: el cuento corto que no consigue resolver, la novela que se supone que tiene que terminar, el libro del amigo que necesita una nota para la contraportada, el periódico del último domingo…
[Del relato “Días de ira”]
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-Lo que he aprendido de ser el guardián del dolor –le dijo Otto– es que dejarlo ir no significa olvidar, sino encontrar la libertad, el espacio necesario para seguir avanzando. Existe el miedo al olvido, pero no ocurre. Uno aprende a vivir con el pasado, pero se permite un futuro y también se lo permite a los demás. No se olvida jamás.
[Del relato “Días de ira”]
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El paisaje empieza a cambiar. Hay menos franquicias, más espacios vacíos y también menos tráfico. El tráfico se va aligerando poco a poco hasta que llegan al parque de Joshua Tree, que es una extraña combinación entre algo más y menos desarrollado de lo que él pensaba que iba a ser. Se incorporan a una carretera más pequeña y pasan junto a un puñado de hoteles de aspecto desastroso, todos ellos con la palabra “desierto” en algún lugar. Hay también bares decadentes con furgonetas baqueteadas en la puerta. En general hay una sensación de que es otro lugar: una especie de última estación, un sitio al que va la gente cuando ha fracasado o cuando necesita una salida. Está descuidado, disperso, y tiene un aspecto severo.
[Del relato “La última vez que lo pasó bien”]
[Anagrama. Traducción de Andrés Barba]