La llamaban Boa. Nadie daba una razón, nadie la necesita. Era hermosa, salvaje; dueña de la mirada más aterradora que un ser humano podría soportar. Regentaba, con indiferente eficacia, un pequeño bar en el barrio. De día el local desaparecía entre el ajetreo de las tiendas, los niños saliendo de la escuela, las cafeterías decentes de la ciudad. De noche, Boa, desplegaba su piel. El ruido encadenado de la reja, anunciaba a los vecinos que todo comenzaría, como cada noche, en aquella acera de la Quinta. Las ceñidas faldas de Boa nunca rozaban sus rodillas, se pegaban a las curvas como un infarto. Los clientes habituales, pedían la bebida que estaba en la parte más alta de los estantes, Boa, letal, se estiraba lentamente hacia el veneno. Ellos esparcían sus babas por toda la barra. La madrugada era tiempo de cacería. La oscuridad le daba a esa mujer, la excusa perfecta para verlo todo mejor en ese coto, que era su antro.
Nunca había logrado descifrarla. Ella no ha querido acercarse a mí con otra intención. Podría sacarle el veneno antes de que lo inyectara en mi piel. Me mira sutilmente, sin adentrarse. Soy una presa interesante, pero nada fácil…
- ¿Lo de siempre?
-Sí, gracias- Y gira, dándome con la cola en la cara en una sacudida eléctrica. Esta noche sus colmillos son más feroces... Tiene hambre.
- ¿Sigues escribiendo esa novela? - pregunta mientras clava sus ojos en los míos. Caigo irremediablemente en su escote, en las gotas de humedad que le nacen de los poros. Me rindo mareado en el olor de su cuello. Ella golpea el vaso entre mis manos, como advirtiéndome que no siga.
-Sí, Boa, aún escribo…
-No abandones escritor- murmura mientras se aleja tras una carcajada que resbala por sus caderas. Me deja al borde del colapso, y se arrastra por la espalda de otra presa. Sabe que la estoy mirando. El tipo se rinde rápido, deja caer la cabeza en el hombro de Boa, ella lo acaricia sonriente y lanza sus ojos hacia los míos, buscando mi mudo consentimiento.
- ¿Quieres más historias, escritor? grita desde la barra.
El miedo esconde mi mirada. Pero el hambre es mayor. Hoy no soporto mi sangre, no soporto el veneno que me ha inyectado en algún momento que no he podido percibir. Sabe que sé, sé que puede, y me condeno a no morir asfixiado entre sus piernas. A no ser el agradecido suicida, que ahora mismo está dejando de respirar en su boca.
Natacha G. Mendoza,
de Los bares del diablo
(Ediciones Escondidas, 2019)