Los secretos del emperador - 2
Pekín 2003
La doctora Lin Yu Puen esperaba en su despacho ubicado en el ala oeste del segundo piso del Nacional Museum of China. Cuando Daniel entró precedido por Chen –el militar que había ido a recogerlo— estaba de espaldas mirando por la ventana que daba justo a la zona ajardinada de la entrada.
La estancia estaba literalmente empapelada de libros. Daniel se quedó embobado mirando los volúmenes y nada en aquella mujer de melena azabache le llamó la atención. Al girarse para las presentaciones, un halo luminoso irrumpió a través de los cristales cubriéndola de luminiscencia, y, al instante, cuando contempló su rostro con detenimiento, un imperceptible hormigueo recorrió su esculpido cuerpo: era la viva estampa de Michelle Yeoh —su actriz fetiche, protagonista de Tigre y Dragón entre otros numerosos films que Daniel había descubierto tras seguir su filmografía. Conocía al dedillo todas sus apariciones en la gran pantalla desde que finalizó su reinado como Miss Malasia en los 80.
Aquella morena de cabello lacio y ojos castaños –de poco más de un metro sesenta de estatura— había sido su icono sexual desde la adolescencia, y, ahora, como si de una broma de mal gusto se tratara, la tenía enfrente. Sabía que no era quien parecía ser, pero, ni su hermana gemela, si existía en algún lugar, sería tan semejante a la bellísima mujer que lo miraba con impertinencia. Rememoró las palabras de un amigo: «Cuando veas a una mujer sumergida en un celaje traslúcido y nacarado, estarás enamorado». Él sabía que la dama en cuestión ya no era una niña, ni tan siquiera una mujer joven, más bien se trataba de una fémina madura de fisonomía delicada y poderosa. Aunque estaba impresionado, mantuvo el tipo cuando la hermosa le habló.
– ¡Ah! Es usted, por fin conozco en persona al admirado doctor Durán –dijo Lin con una ironía maliciosa.
– No sé quién me admira hasta ese punto, pero gracias por su adulación.
– Yo no adulo a nadie –corrigió, ella, arqueando una ceja–. Sólo le expongo lo que mi colega, el doctor Vanhaüsen, me ha comentado hace unos instantes sobre usted.
– ¿Cómo?
– Acaba de telefonearme… y es lo que ha dicho en numerosas ocasiones. Si quiere que le sea franca, estoy impaciente por ver si es tan virtuoso como pregona su tutor: el tiempo lo dirá –acabó tildando sus palabras con una pizca de desprecio. Daniel se molestó, pero mantuvo la cortesía.
– Pues como usted ha dicho: el tiempo lo dirá.
– No hace falta que se sienten –dijo con desgana—. Usted, Chen, puede retirarse a su despacho y seguir con sus papeles. Y usted, Durán, sígame.
Dicho esto, salieron de la habitación enderezados como disciplinados militares al son de un alto rango. Chen desapareció por una de las puertas del interminable pasillo de paredes toscas y amarillentas del museo de estilo estalinista, donde, colosal, se asentaba entre las flores del atrio y el cielo opaco de Beijing. Daniel siguió a Lin sin abrir la boca, elucubrando para sí cómo una mujer tan bella podía tener un carácter tan agrio. Desde luego, su amigo se había equivocado de lleno. Ver a una mujer rodeada de una aureola mágica debía significar que te alejaras rápido de su vista. Pero, era obvio que no podía hacerlo.
Cogieron el ascensor y descendieron hasta la planta baja. Salieron rígidos como estatuas y anduvieron hasta una cancela de hierro macizo que les cerraba el paso. Lin extrajo un llavín estrellado de su bolsillo y lo introdujo en la cerradura; dio cuatro vueltas a la derecha y los blindajes internos, crujieron. Seguido propinó tres giros hacia el lado opuesto. Daniel iba a pedirle que le dejara abrirla, por aquello de la caballerosidad y de las astronómicas dimensiones del portón, pero no tuvo oportunidad. De repente, se abrió como si se tratara de una puerta de papel albal ennegrecido. Trago saliva y la siguió. Ella se paró a pocos metros y encendió la luz cuyo interruptor estaba junto al marco: una bombilla anticuada iluminó el recinto mortecino. Entonces, le dijo—:
– ¡Adelante! ¿qué hace usted parado como si fuera un colegial?
– Nada señora, sólo contemplaba el interior de tan cuidada sala –contestó con el humor ácido de los ingleses al ver un pequeño recibidor de paredes ajadas y que tan sólo contaba con la entrada de un nuevo ascensor con un teclado minúsculo en los que introdujo un código cifrado después de que Lin le diera el sobre lacrado que contenía la numeración oportuna.
– ¿Decepcionado?
– Yo, ¿por qué iba a estarlo?
– Veamos si el resto de habitáculos le dejan tan escéptico como los que ha visitado hasta ahora –dijo ella pulsando el único botón que aparecía en el interior del elevador.
Una fuerte sacudida anticipó su movimiento, y al instante, descendieron con una rapidez insólita, varias plantas.
– Hemos llegado –dijo Lin con aspereza.
Las argénteas y flamantes puertas del elevador se abrieron y apareció una nueva cancela precedida por una aureola de luz ultra violeta.
– Ya veo que esto tampoco le impresiona, Durán. Mejor, porque pasará usted mucho tiempo en este lugar.
– ¿De verdad? –preguntó Daniel manteniendo un tono de voz orgulloso.
– Nunca miento, no me gustan las mentiras ni los mentirosos. ¿Entendido?
– Por supuesto, señora.
– Me dirigiré a usted como Durán. Y, usted, debe llamarme doctora Puen, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Voy a explicarle cómo funciona –Daniel asintió–. Mire, éste haz rutilante que centellea ligeramente alrededor de paredes, suelo y techo a un metro de distancia de la puerta –dijo Lin señalando la luminosidad ultravioleta– es un detector de movimiento y calor que revela cualquier cuerpo que lo traspasa, incluso delataría a un pequeño insecto que tuviera el infortunio de atravesarlo, porque lo destruiría al instante, además, pondría en funcionamiento una alarma sonora más irritante y potente que el horripilante silbido que avisaba a los civiles de un ataque aéreo durante una guerra.
Daniel abrió los ojos como platos y ella esperó unos segundos antes de proseguir—:
» Con las personas es diferente, sólo les da una descarga eléctrica que las deja inconscientes durante varios minutos. Los suficientes como para que los de seguridad, que antes de inutilizarlo ya la habrían visto por los monitores, ¡hola camaradas! –saludó Lin alzando la mano de manera imprecisa– Ya lo hayan maniatado y llevado a la sala de interrogatorios… y le aseguro que nuestros profesionales sonsacan los secretos a la vieja usanza: mejor no enfadarlos. Bueno, cambiemos de tema y volvamos al central. Como verá, aquí –dijo señalando un pequeño saliente– hay un artilugio numérico donde tecleará su clave a diario.
– Sin problemas.
Lin lo miró con desdén y le entregó un segundo sobre de la carpeta añil que llevaba bajo el brazo derecho.
– Ábralo y memorice los ocho dígitos, después destruya la prueba como guste, yo lo hice lanzándola a través del círculo láser. Se deshizo al instante.
– De acuerdo.
Daniel sabe que está en un buen lío. Si el haz ultravioleta era un potente láser que destruía papeles y desintegraba mosquitos, era imposible que a las personas solo las atontara durante unos minutos. De pronto, supo que aquella mujer era sádica y malévola, pero hizo lo que le había dicho sin rechistar.
– Buen chico –puntualizó ella–. Ahora tecléelos y traspase el umbral.
Al hacerlo, el láser se desactivó inmediatamente.
– ¡Vaya!
– ¡Ah! Se me ha olvidado decirle que tan sólo puede pasar una persona por intento, si lo hicieran dos a la vez, aunque una de ellas hubiera introducido el código correcto, las alarmas saltarían –él la miró con recelo.
– No pensará que somos unos asesinos, ¿verdad?
– No. ¿Debería?
– Tranquilo. Cuando traspasa los haces materia humana no la destruye, solo saltan las alarmas –él se quedó boquiabierto y con bastantes dudas.
– ¡Ahhh…!!!
– Ahora, haré lo propio y pasaré.
¡Dios! Parece una de esas instructoras a las que odias al instante de conocerlas, nada que ver con la bella Michelle Yeoh, pensó Daniel. Ella le echó una mirada luciferina.
– Veo que le gustan mis explicaciones. Es todo un alivio –concluyó jactándose. A Daniel le asqueó su soberbia, pero siguió como un corderillo todas sus instrucciones.
– Ahora, para abrir la férrea verja –le dijo mientras le entregaba una llave con mango triangular idéntica a la que pendía de su cuello— deberá abrir este sobre.
–¿Otro?
Ella hizo caso omiso a su pregunta y le entregó la nota mientras le decía—:
– Descubra su clave y haga lo mismo que antes –indicó señalándole un teclado—. No se preocupe, aquí sí pueden pasar varias personas a la vez, siempre que estén dentro del registro de personas autorizadas, y nosotros los estamos. Nuestra memoria ofimática ha ido recopilando todos sus datos, hasta los más inverosímiles, desde que Oto Vanhaüsen nos comunicó su llegada.
La profesora Lin Yu Puen cerró la cancela y abrió un interruptor de luz. Otra pequeña bombilla de no más de 60 vatios iluminó escasamente un nuevo recibidor con un escenario idéntico a los anteriores y con la misma accesibilidad. Daniel seguía impasible, aunque por dentro le estaban entrando ganas de salir corriendo. Cada vez entendía menos a ese país de costumbres ancestrales fusionadas con los esnobismos más avanzados.
– Hemos llegado al último control –dijo Lin—. Y, además, solo quedan algunos datos para cumplimentar su ficha.
Seguro que han recopilado más detalles de mi fisiología que un vademécum farmacéutico, pensó.
– ¿Me está escuchando? –enfatizó Lin.
– Por supuesto doctora Puen.
– Bien, porque debe entender todo cuanto le digo a la perfección. A partir de mañana, recorrerá el camino en solitario y si erra en alguno de sus códigos, ya sabe…
Le entregó un nuevo despacho igualmente precintado con otros ocho dígitos. Además, le explicó cómo debía colocarse para que el comprobante iridólogo captara su retina y la guardara en su memoria para la posteridad. Daniel ejecutó la maniobra rápido y solemne. Al instante, una voz hermética salió del exótico ingenio—:
– Buenos días Durán.
Él se quedó un poco perplejo y Lin, a su forma, lo socorrió—:
– Debe contestar a Khan para que proceda con el ceremonial.
– ¿Khan? ¿ceremonial?
– Khan es nuestro ordenador central. Al reconocer sus oceánicos iris, ha abierto los primeros resortes blindados, ahora deberá introducir el código alfanumérico que le acabo de entregar para que abra los restantes
Mis oceánicos iris… ¡vaya por Dios! Se ha percatado del color de mis ojos, creía que esta mujer sólo se preocupaba por desempeñar a la perfección su papel de oficial femenino de la Gestapo china, pensó.
» ¿A oído lo que le he dicho?
– Cómo no, se explica usted de maravilla doctora Puen.
– Hemos llegado al pasillo del archivo. Cuando se abra la puerta entre. De inmediato, se cerrará. Yo le seguiré.
– No será mejor que entre usted primero, doctora Puen.
– No. Dentro hay luz, no se preocupe.
– No lo digo por la oscuridad, no la temo. Lo digo…
– Aquí mando yo. Si no le gustan mis formas es su problema. ¿Algo que agregar?
– No.
– Pues proceda.
Daniel ejecutó la tarea con sigilosa precisión. La puerta se abrió y él la traspasó. Un segundo después, quedó aislado del exterior en un interminable y rectilíneo pasillo con innumerables puertas a ambos lados y tan amarillento como los anteriores. Las bombillas del siglo anterior, iluminaban el gusano hermético por el que caminaba como un cervatillo perdido y atrapado en un laberinto subterráneo.
Como la doctora Puen se demoró unos minutos y Daniel caminó un largo trecho por aquel corredor bilioso de innumerables puertas y galerías a ambos lados. En cada acceso –sin control aparente— había un cartel rudimentario con un número romano junto con el nombre de la dinastía correspondiente. Se fijó que los dos primeros seguían el orden cronológico histórico. Así pues, la inicial correspondía a la dinastía que gobernó desde el 2.000 al 1.500 a.C. llamada Xia como el pictograma de la misma anunciaba: 夏 La segunda contenía el pictograma de la dinastía que reinó entre los años 1700–1027 a.C. llamada Shang y representada por el ideograma: 商
No tuvo tiempo de mirar mucho más, pero sabía que la dinastía de su idolatrado emperador Qi Shi Huang Tihabía sido la séptima, por lo que no debía de andar demasiado lejos. Las que había mirado estaban enfrentadas –a unos veinte metros de la entrada— y separadas entre sí por un trecho considerable y un pasillo doble. ¿Quién sabía lo que le esperaba? Pensó antes de escuchar la voz de la doctora Lin—:
– Durán veo que está inspeccionando nuestro archivo secreto.
– A todo caso, habré examinado el pasaje exterior. No tenía ni la más remota idea de que había un archivo secreto… ni tan siquiera conocía la existencia de un lugar como este –resaltó Daniel abriendo mucho los ojos.
– No sea usted tan puntilloso, Durán.
– Cada uno es como es, doctora Puen.
– Eso es cierto. Ejem… –carraspeó— Debe saber que esta parte del museo es de alto secreto y nadie, excepto un puñado de personas, la conoce.
Daniel percibió un tono ligeramente más cercano, aunque la doctora Lin Yu Puen siguió erguida y con un mutismo aterrador por el pasadizo vertebrado. Él, en pos de esa estatua silente y diamantina, miraba las portezuelas y los tentáculos que pasaban de largo, haciéndose miles de cábalas al ver que sus previsiones eran inexactas. Habían recorrido la mayor parte del espinazo de aquel extraño lugar e incluso traspasado el umbral de la dinastía Tang que gobernó entre 618–907 d.C. y ni rastro de los Qing. De improviso, cuando iban a toparse de bruces con el muro final, ella torció hacia la derecha en un giro de noventa grados perfecto, y allí, a pocos metros de la bifurcación, una única puerta con las grafías de los Qing: 大清
– Ahí la tiene, Durán: la dinastía Qing. Absolutamente todos los documentos y algunos objetos… de su admirado Qi Shi Huang Ti, están detrás de esa puerta. ¡Ah! Y no se preocupe, no tiene controles: es una puerta normal y corriente.
Lin giró sobre sus talones e hizo ademán de marcharse.
– Pero… ¡doctora Puen¡
– ¿Ahora qué quiere?
– No irá a dejarme aquí, sin más, ¿verdad?
– Pues sí. Ya es mayorcito para valerse por sí solo, además, está lo suficientemente capacitado como para seguir sin mí.
– Oiga, ¿cuánto tiempo puedo quedarme? ¿Y cómo puedo salir…?
– Encontrará una serie de documentos Confidenciales que le indicarán el camino a seguir en sus investigaciones. Recuerde que solo un puñado de personas conocen su existencia y usted, dentro de poco, estará entre ellas.
– Me está diciendo que no se han dado a conocer a la comunidad científica.
– Exacto.
– ¿Y por qué? Eso es…
– No diga nada de lo que pueda arrepentirse –indicó levantando el dedo para que se callara—. Como bien ha dicho, cada uno es como es. Del mismo modo, cada país hace y deshace dentro de su jurisdicción como le viene en gana, debería saberlo.
– De acuerdo, hagamos las paces. Creo que no hemos comenzado con buen pie –dijo Daniel en un intento de acercamiento.
– No sé a qué se refiere. He actuado cómo lo hago siempre, y por supuesto, no voy a tener ninguna deferencia con usted, aunque sea el pupilo de un colega.
– No lo pretendo, pero creo que esto es injusto. Sólo me ha enseñado cómo llegar hasta aquí y… ¿ahora qué?
– Ahora se las arreglará usted solito, a no ser que quiera la compañía de Chen. Es lo máximo que puedo ofrecerle.
– ¿Cómo?
– Lo que se esconde detrás de esa insignificante portezuela de madera, son legajos encontrados en diferentes fosas del mausoleo del emperador. Los arqueólogos los descubrieron hace años, pero nadie se ha molestado en estudiarlos: hay demasiados. Chen, anduvo el año pasado revoloteando entre el polvo.
– De momento prefiero quedarme solo, gracias.
–Entonces, ¿qué quiere?
– Vale, no se enfade doctora Puen.
– Puede estar el tiempo que desee, siempre que mantenga el horario del funcionariado. Eso quiere decir que puede llegar a las seis de la mañana y quedarse hasta las cinco menos diez de la tarde. Durante el resto de la jornada no puede entrar, ni tan siquiera permanecer en el Museo: está cerrado. Deberá recopilar la información a las horas convenidas. Tiene mucho material para elegir, puede hacer un doctorado de cada una de las costumbres de Qi Shi Huang. Para iluminar la cámara deberá palpar el interruptor una vez abra la puerta, está a la izquierda, muy fácil de localizar; y para salir, tiene que realizar las mismas operaciones que para entrar, pero a la inversa. Como buen historiador y antropólogo, debe de haberse fijado que cada sección tiene un reverso idéntico. ¡Ah! En su tiempo libre puede desplazarse a dónde quiera, siempre acompañado de mi querido Chen.
– ¿Cómo?
– Chen será su sombra cuando no esté en su apartamento o trabajando. Ya sabe que puede ayudarle.
– Ya.
– A Xian viajará dentro de tres meses, claro como especialista. Si desea ir antes, Chen le acompañará, pero sólo podrá visitar lo que recorran los turistas, ni más ni menos.
– De acuerdo.
– ¿Tiene alguna duda o alguna pregunta más, Durán?
– No doctora Puen, me ha quedado todo muy claro. Gracias por su amabilidad –concluyó con retintín.
– Si me necesita para algo relacionado con nuestro gran emperador, lo ayudaré en lo que pueda, aunque no sea mi especialidad. Búsqueme en mi despacho, quizás me encuentre. ¡Ay, qué tonta soy! No le he dado el móvil.
– Tengo móvil, gracias.
– Lo imagino, pero seguro que aquí no funciona. Este, aunque sea un Sharp antiguo, sí. Está rectificado por nuestros expertos, es una joya.
– Me lo creo –dijo Daniel recapitulando la tecnología que había visto y sin dudar ni un instante que dicho aparato estará pinchado–. Gracias, señora. Perdón, quiero decir doctora Puen.
– Hasta luego, Durán. Hoy, por ser el primer día, vendré personalmente a recogerle. ¿A qué hora desea que pase a buscarle? –Daniel miró su Samsung E700 y lo toqueteó, percatándose de que solo funcionaba el reloj: eran las ocho y doce minutos de la mañana.
– A las cinco menos diez, doctora Puen –contestó con sarcasmo–. Gracias.
– No hay de qué –dijo Lin antes de girar y desaparecer por el pasillo.
Una vez solo, Daniel Durán se quedó varios minutos cavilando, sin moverse, sin pensar, mirando la puerta cuyo letrero sin número mostraba la soberanía de Qin Shi Huang Ti.
Desde una habitación cercana al despacho de Lin, un hombre enjuto y uniformado observaba detenidamente los doce ordenadores que tenía encendidos y conectados al archivo secreto del museo. Exhaló varias veces el humo de su cigarrillo y el ambiente viciado de ese cuchitril desde el que vigilaba, quedó turbio y oscuro. Segundos, más tarde, su mano, nudosa y de uñas amarillentas, descolgó el auricular de un vetusto teléfono y marcó un número—:
– ¿Diga?
– El pájaro está en el nido –contestó él.
– Lo comunicaré de inmediato al alto mando.
– Adiós.
– Adiós.
@Anna Genovés
Viernes siete de mayo de 2021
Entrega por capítulos solo en el blog
Los secretos del emperador – 1. Vuela pajarillo. 2003
Los secretos del emperador - 2. Pekín 2003
Los secretos del emperador – 3. Correspondencia. 2003
Los secretos del emperador – 4. Utópica o realidad. 2004
Los secretos del emperador – 5. La leyenda. 2004