Por supuesto, todo se debía a su condición de inglesa. Mi mujer no comprendía las amplias e infinitas posibilidades que ofrece la dieta americana en relación con la grasa y el pringue. Yo ansiaba devorar cortezas de bacon artificiales, queso fundido en un tono amarillento desconocido por la naturaleza y rellenos de chocolate cremoso, a ser posible en el mismo producto. Quería disfrutar de comida que expulsa chorros de líquido cuando la muerdes y te deja tan abultado manchurrón en la camisa que tienes que caminar hacia el grifo con la cabeza para atrás. Así que acompañé a mi esposa al supermercado y cuando ella se detuvo a sopesar melones y revisar el precio de las setas shiitake, me encaminé de inmediato a la sección de comida-basura. Sección que, en esencia, ocupaba todo el resto del supermercado. Ahí vi el cielo.
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En cierta ocasión, H. L. Mencken definió el puritanismo como “el temor constante y obsesivo de que alguien, en algún lugar, pueda estar disfrutando de la felicidad”. Aunque la frase tiene setenta años, hoy resulta tan cierta como entonces. Allí donde vayas en la América de hoy, por todas partes te encuentras con las mismas y extrañas admoniciones paternalistas ejemplificadas por los ridículos avisos recién aparecidos en la taberna de mi ciudad.
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Resultaría casi imposible exagerar la ferocidad con que Estados Unidos se ensaña con los detenidos por asuntos de drogas. Hay quince estados en los que te pueden condenar a cadena perpetua por la posesión de una simple planta de marihuana.
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Si me muestro tan inesperadamente sensible es porque hace cosa de una semana mi mujer y yo acompañamos a nuestro hijo mayor a la Universidad de Ohio, donde estaba previsto que emprendiera sus estudios superiores. Nuestro hijo mayor es el primero en emprender el vuelo. Ya no vive con nosotros; se ha hecho mayor, es independiente y reside en otro lugar, circunstancia que me ha llevado a advertir lo muy rápidamente que crecen los hijos.
-Cuando se marchan a la universidad, ya nunca vuelven de veras –nos comentó con añoranza un vecino que ha perdido a dos de sus hijos de la misma manera.
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No sé explicarlo bien, pero si tuviera que acuñar una frase, yo diría que los americanos sólo quieren aquello que ha dejado de ser real.
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Los precios en extremo competitivos de Taco Bell han provocado que esta cadena disfrute de una preponderancia casi universal. Hoy, cuando viajas por casi cualquier carretera americana, si te apetece un taco, tienes que conformarte con acudir al Taco Bell. Lo que me deja estupefacto es que la mayoría de la gente parece estar de acuerdo con esta situación. Y aquí entramos en el segundo de los factores a que hacía referencia: la extraña e inflexible atracción que los consumidores estadounidenses sienten hacia lo que es uniforme y predecible. En una palabra, a los americanos les gusta que las cosas sean siempre las mismas allí donde se encuentren. Éste es el factor que me deja atónito.
[Ediciones Península. Traducción de Antonio Padilla]