Terminabas descubriendo algo sorprendente sobre América –era civilizada en los bordes, pero si te alejabas ochenta kilómetros de cualquier ciudad importante, ya fuera Nueva York, Chicago, Los Ángeles o Washington, era realmente otro mundo–. En Nebraska y lugares como esos nos acostumbramos a que nos dijeran cosas del tipo “hola, chicas”. Pero los ignorábamos. Al mismo tiempo, la gente que nos decía esas cosas se sentía amenazada por nuestra presencia, porque sus mujeres nos veían y pensaban “¡qué interesante!”. No éramos lo que tenían en su casa todos los putos días, no nos parecíamos en nada al típico redneck tragacervezas. Todo lo que nos decían los tipos era ofensivo, pero en el fondo estaban a la defensiva. Cuando entrábamos en un bar lo único que queríamos era pedir unas tortitas o una taza de café y unos huevos con jamón, pero teníamos que estar preparados para alguna que otra provocación. No nos metíamos con nadie, lo único que hacíamos era música, pero nos dimos cuenta de que en realidad habíamos atravesado unos cuantos dilemas y conflictos sociales.
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Las únicas hostilidades con base consistente que recuerdo vinieron de los blancos. Los hermanos negros y los músicos creían que éramos interesantes y extravagantes. Podíamos hablar. Era mucho más difícil conectar con los blancos porque tenías la impresión de que te veían como una amenaza. Y eso que lo único que habías hecho era preguntar:
-¿Podría usar el cuarto de baño?
-¿Eres un chico o una chica?
¿Qué ibas a hacer? ¿Mostrarles la verga?
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Empecé a tocar los acordes con afinación abierta: territorio desconocido. Se cambia una cuerda y de repente aparece todo un mundo nuevo al alcance de tus dedos. Todo lo que creías saber se había ido al carajo. A nadie se le ocurría tocar acordes menores en una afinación abierta mayor porque te obligaba a hacer algunos moños. No te queda otra que repensarlo todo desde el principio, como si tuvieras el piano afinado al revés y las notas blancas fueran las negras y viceversa.
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Pero seguramente existan un millón de razones diferentes para consumirla [la heroína]. Creo que quizá tiene que ver con subirse a un escenario. Los niveles de adrenalina y de energía son tan altos que requieren, siempre y cuando lo encuentres, un antídoto. Y yo veía la heroína como una parte de toda la historia. ¿Por qué hacerte algo así? Particularmente, nunca me gustó ser famoso. Y cuando estaba bajo el efecto de las drogas me resultaba más fácil enfrentarme a la gente. Para eso también me hubiera servido el alcohol. Esa no es toda la respuesta. También sentía que lo hacía para no ser una “estrella pop”. Lo que no me gustaba de lo que estaba haciendo era el bla bla bla. Me costaba mucho lidiar con eso y si había consumido no me resultaba tan difícil.
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No puedo desenredar los hilos del personaje que escribieron sobre mí. Interpreté el papel. Me refiero al anillo de la calavera, el kohl en los ojos y demás. ¿Es mitad y mitad? Tu personaje público, tu imagen, es esa bola que los presos tienen atada al tobillo con una cadena. La gente cree que sigo siendo un puto yonqui. ¡Dejé las drogas hace treinta años! Es una sombra demasiado larga. Sigue viéndose cuando se puso el sol. Me parece que en parte se debe a que la presión para que seas ese personaje es tan grande que uno termina convirtiéndose justamente en él. Tal vez. Por lo menos mientras puedas soportarlo. Es imposible no terminar siendo una parodia de eso que creías ser.
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Este concepto de separar es la antítesis del rock and roll, que consiste en un grupo de tipos metidos en una habitación tratando de capturar un sonido juntos. Esa mitología de mierda sobre el estéreo, el high tech y el dolby es lo contrario a la esencia de la música.
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No pensamos con mucha claridad cuando está muriéndose nuestra madre.
[Libros Cúpula. Traducción de Helena Álvarez de la Miyar. Revisión y correcciones de esta nueva edición al cuidado de Nicolás Miguelez]